Reflejo perdido

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El teléfono sonó en la oscuridad y lo sobresaltó. El silencio de la habitación, opresivo hasta ese momento, se rompió de golpe, y su cuerpo, entumecido por el cansancio, tardó en reaccionar. Tanteó con la mano por la mesilla, golpeando con torpeza lo que encontraba a su paso, el reloj, un vaso de agua, y finalmente, el marco de fotos que cayó con un estruendo. El cristal se hizo añicos, llenando la habitación de un ruido que se sintió más fuerte de lo que debería en la quietud de la noche.

El teléfono seguía sonando, una y otra vez, insistente. Él maldijo en voz baja y, frustrado, se levantó de la cama. El suelo estaba frío bajo sus pies desnudos mientras buscaba a tientas el móvil, cegado por la oscuridad y por el reciente golpe emocional. Al fin, lo encontró. Miró la pantalla mientras sus ojos se esforzaban por adaptarse al resplandor repentino.

—¿Quién te llama a estas horas? —preguntó una voz suave desde la cama, medio envuelta en sueño.

Ignorando la pregunta, encendió la luz de la mesilla y se sentó en el borde de la cama, esquivando los cristales dispersos a sus pies. La pantalla del teléfono mostraba una llamada entrante de "Desconocido". Sin pensar demasiado, pulsó el botón verde.

—¿Diga?

Un silencio inquietante. Entonces, su propia voz respondió.

—¿Diga?

El eco de su tono, idéntico pero deformado, lo puso en alerta. Frunció el ceño, intentando no dejarse llevar por el cansancio.

—No tiene gracia —murmuró, algo molesto.

—No tiene gracia —repitió su voz al otro lado.

Molesto, colgó el teléfono y lo dejó de golpe sobre la mesilla. Algo en el aire se sentía distinto, como si la habitación hubiera cambiado ligeramente de textura, como si el silencio que siguió fuera más pesado, más denso. Miró hacia el suelo y vio el marco roto. La imagen de su hijo, sonriente, sosteniendo un balón de fútbol, lo observaba desde el suelo. Como siempre que la veía, un escalofrío recorrió su espalda. Se agachó lentamente, recogió la foto y la volvió a colocar en la mesilla, con una incomodidad que lo hizo moverse con torpeza.

Al erguirse, notó algo bajo sus pies. Cristales, fríos y filosos, crujieron bajo su peso. Murmuró una maldición, revisando sus pies descalzos, pero no había cortes. Aún. Con cuidado, se apartó de los fragmentos y observó su cama vacía. La sensación de vacío era familiar. Demasiado familiar.

Caminó hacia la cocina en busca de un vaso de agua. Cada paso se sentía más pesado, más torpe. Era como si el aire mismo se hubiera vuelto denso, pegajoso. El sudor le perlaba la frente cuando finalmente bebió, el agua fría recorriéndole la garganta con un alivio momentáneo. Dejó el vaso sobre la encimera y, sin saber bien por qué, su mirada se desvió hacia la puerta de la habitación de su hijo. La puerta estaba cerrada, como siempre.

Su mano se movió por instinto hacia el pomo, pero se detuvo justo antes de tocarlo. El corazón le dio un vuelco, y el dolor que había tratado de reprimir durante meses volvió a brotar, incontrolable. Cerró los ojos con fuerza, intentando contener una lágrima que no lograba escapar. Giró sobre sus talones y volvió a su cuarto, tragándose el nudo en la garganta.

Su mujer dormía en la cama, pero eso ya no le producía consuelo. Con cuidado, empezó a barrer los pedazos del marco roto. El sonido del cepillo contra el suelo se hacía eco en su mente, cada barrido parecía más lento, más profundo. Cuando terminó, arrojó los cristales a la basura y, tras un segundo de duda, volvió a la cama.

Una vez más, el vacío lo recibió.

Se hundió en las sábanas, mirando el techo como si esperara que algo le devolviera la calma, pero no la encontró. Sus pensamientos, como siempre, volvían a la misma foto, al mismo recuerdo, al accidente. Al calor ausente que había llenado su vida antes del desastre.

A regañadientes, tomó el teléfono de nuevo para asegurarse de que estaba en modo avión. Ya lo estaba. Se quedó mirando la pantalla, desconcertado, hasta que finalmente se tumbó de nuevo, exhalando con fuerza. Sin embargo, esta vez, algo lo hizo fruncir el ceño. La habitación no parecía del todo igual.

Miró al techo, y su corazón dio un vuelco.

Ahí, reflejada como un espejo deformado, estaba la habitación. Todo igual, excepto por un detalle, en el reflejo, su mujer lo abrazaba con suavidad, como lo hacía antes, cuando las noches aún eran cálidas.

—¿Es que ya no me quieres? —susurró una voz a su lado, suave, apenas un murmullo, pero cargada de una familiaridad inquietante.

Él no respondió. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero no las dejó caer.

—Sabes lo que tienes que hacer —dijo la voz, más firme esta vez.

La cama, antes fría, ahora parecía empujarlo, como si lo llamara a hundirse más en ella. El sudor que cubría su cuerpo se helaba, haciéndolo temblar.

—Ven con nosotros.

De repente, su hijo apareció en el reflejo del techo, entrando en la habitación. Con una risa ligera, se subió de un salto a la cama, y los tres lo miraban, sonriendo. Él, en cambio, estaba sentado al borde, sollozando como un extraño en su propia vida.

—Toma —dijo la voz, mientras sentía un frío toque en su brazo y algo se deslizó en su mano.

Al bajar la mirada, descubrió un cuchillo. Uno de los de la cocina.

—Ven —insistió la voz.

Miró de nuevo al techo, y su reflejo ya no estaba allí. Solo quedaban su esposa y su hijo, con los brazos extendidos hacia él, esperando.

—Voy —susurró, mientras un calor húmedo manchaba la cama bajo él.


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⏰ Última actualización: Sep 17 ⏰

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