Susurros de medianoche.

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El Sol comenzaba su tradicional descenso tras el horizonte, haciendo que los cielos adquirieran tonos anaranjados, señal inequívoca de que la noche estaba por llegar y, con ella, la incertidumbre y el temor constante. Nakahara era una aldea apartada de las grandes urbes que albergaba la prefectura de Hokkaido; en dicho pueblo, la agricultura y la cercanía al río Ishikara dotaban a sus habitantes de los recursos necesarios para prosperar, motivo por el cuál no era común que sus habitantes se fueran de la aldea. Para su mala fortuna, parte de la vida es el constante cambio, y para las personas que llamaban hogar a Nakahara, el cambio drástico que su amado pueblo había sufrido fue negativo. El miedo había reemplazado la dicha y la alegría que caracterizaba a los 289 habitantes de la aldea.

Desapariciones sin dejar rastro y fenómenos inexplicables provocaron la huida de varios vecinos, causando que la población descendiera a 236 habitantes en cuestión de solo dos años. Muchos se preguntaban qué estaba pasando, buscando respuestas ya que no entendían la razón por la cual su hogar pasaba por semejante angustia. Algunos alegaban que todo se trataba de mala suerte; otros tenían la firme creencia de que todo tendría una razón lógica, una explicación basada en conocimiento. Nadie se imaginaba que la responsabilidad pertenecía a lo sobrenatural.

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Risas y murmullos infantiles sonaban por toda la plaza central de Nakahara, cuya principal atracción visual era el jardín que se encontraba al lado del ayuntamiento. En ese hermoso huerto, las flores de cerezo destacaban por su belleza, y el acceso era totalmente gratuito. Aquel jardín se había vuelto el lugar favorito de los pequeños, mismos que eran casi obligados a jugar ahí por sus padres, un intento de hacerles distraerse del mal que azotaba su aldea.

—¡Atrápame si puedes, Taro! —La niña corría con ímpetu, decidida a ganar, por primera vez, a su hermano mayor. — No me gusta que siempre me ganes.

—¡No es mi culpa que seas demasiado lenta, Naoko! —Taro igualó la velocidad de Naoko en cuestión de segundos. El niño de cabello azabache disfrutaba jugar con su hermana menor, pero eso no quería decir que se dejará vencer tan fácilmente. 

Taro estaba a escasos centímetros de alcanzar a Naoko, su mano al borde de hacer contacto con el hombro de su hermana, pero antes de que su pequeño juego definiera a un vencedor, una voz que conocían perfectamente interrumpió su diversión.

—¡Niños! —En la entrada del jardín del pueblo, una anciana estaba esperando a ambos infantes. En el rostro de aquella mujer, eran notables las arrugas que había adquirido con el paso del tiempo; la próxima llegada de anochecer le obligó a caminar desde su casa al sur de la aldea hasta llegar a la plaza, su único pensamiento era asegurarse de que sus amados nietos estuvieran a salvo— ¡Es hora de volver a casa!

Los hermanos detuvieron sus pasos, frunciendo el ceño. Amaban demasiado a su abuela, pero su entusiasmo infantil causaba que se sintieran frustrados por la interrupción.

—¡Abuela Yoshiko! —Taro se quejó, pero sin llegar a hacer una rabieta. Sus padres habían inculcado fuertes valores en el niño de 11 años, y por ello no podía ni debía faltarle el respeto a su abuela—. Estaba por ganarle a Naoko, otra vez.

—Presumido. —Naoko cruzó los brazos, sintiendo una leve ola de resignación al ser interrumpida. Desde hace un tiempo, anhelaba tener la oportunidad de vencer a su hermano, cuatro años mayor que ella, y ahora que estaba tan cerca fue frenada.

—Niños, los entiendo —Yoshiko suspiró, no obstante, eso no la desvió de su objetivo—, pero sus padres me dejaron a cargo de ustedes, y… Mi corazón no soportaría sí algo les llegará pasar.

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