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Acto 2.

    Soy la voz del
pasado que siempre será.

    Tráeme tu paz
mis heridas se cerraran.

    Verano, 1933.

—Mi próximo bebé será varón —afirmó Dinah observando a su mejor amiga.

    Hacía apenas un mes que había dado a luz a su primer hijo, que resultó ser una hermosa niña de ojos castaños. Camila estaba sentada junto a la cuna de la pequeña, contemplando embelesada sus dulces rasgos a la vez que asentía con la cabeza.

    —Dinah, tu hija es preciosa, seguro que cuando tengas al niño, será tan hermoso que todas las chicas del pueblo me lo querrán quitar —bromeó Camila.

    Dinah sonrió entristecida, su amiga se había convertido en una hermosa joven que vivía en un mundo aparte. Un mundo en el que la realidad no tenía cabida. Un mundo de dioses, dueños del poder de los elementos que aterrorizaba a los hombres y mujeres de la aldea. Y Dinah deseaba con todo su ser tener un hijo al que poder contar los misterios que rodeaban a su amiga, un hijo que supiera ver lo maravillosa que era Camila, que no huyera espantado a la vez que gritaba que la joven castaña estaba poseída por el demonio.

    Con el transcurso de los años, Camila se había dado cuenta de que era distinta al resto de los humanos, que el miedo brillaba en sus miradas cuando ella se olvidaba de fingir que era como ellos. Quizá por eso pasaba la mayor parte del tiempo alejada del mundo de los hombres, jugando con los vendavales que Antares provocaba, buceando junto a Merak en sus océanos de magma, nadando rodeada de extraños animales que solo vivían en lo más profundo de los mares junto a Ailean o bailando al son de los reflejos hipnóticos que Simba creaba con sus rayos de sol, siempre bajo la atenta mirada de Madre.

    Pero Camila jamás se olvidó de Dinah.

    Cuando la noche se cernía sobre la aldea, ella aparecía montada sobre un rayo de luz de luna y se colaba por la ventana de la casa de Teresa. Y hablaban. Camila relataba todas aquellas cosas extraordinarias que Dinah solo podía imaginar, y Dinah le contaba a Camila todas aquellas cosas asombrosas que sucedían en el mundo real, esas con las que Camila solo podía soñar.

Porque sus mundos eran demasiado diferentes. Realidad y fantasía. Magia y certeza.

    Dinah no podía volar sobre corrientes de aire, de la misma manera que Camila no podía vivir en la aldea sin llamar la atención y ser tachada de bruja por las cosas extrañas que sucedían a su alrededor, sobre todo cuando se abstraía tanto que se olvidaba de ocultar el resplandor luminoso que emanaba de su cabello, o peor todavía, cuando sin darse cuenta comenzaba a flotar en el aire.

    Por eso Camila escuchaba embelesada a su amiga cuando ésta le contaba su vida de recién casada, como había sido su parto o lo que pensaba hacer con lo que sacaran por la última cosecha. ¡Era tan apasionante! Cuando se casara con el hijo de Dinah, ella también tendría una vida real de la que disfrutar.

Invierno, 1958.

    Dinah estaba asomada a la ventana esperando, como cada noche de luna nueva, el resplandor en el horizonte que le indicara que Camila pronto llegaría a casa. Se miró sus manos, manchadas por la edad y acarició con dedos temblorosos las arrugas que marcaban sendas imborrables en las comisuras de sus labios. Sonrió. El tiempo pasaba rápido en el pueblo.

    —Dinah —susurró Camila tras la ventana abierta y a continuación se abalanzó sobre su mejor amiga.

    Dinah abrió los brazos y acogió en ellos a la hermosa joven montada en un soplo de viento que poco después tomó la forma de un hombre.

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