Capitulo II

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La tarde era clara y fresca, adornada por el suave murmullo del Guadalquivir que discurría sereno bajo el puente de Triana. Vega, Jimena y Victoria paseaban juntas por la Alameda de Hércules, un lugar predilecto de la sociedad sevillana para disfrutar del aire libre y dejarse ver. Las tres jóvenes caminaban con paso lento, cada una reflejando en su porte y gestos las diferencias que las hacían únicas, pero también el profundo lazo que las unía desde la niñez.

Vega lideraba el pequeño grupo, con la barbilla alzada y el andar firme de quien está acostumbrada a desafiar al mundo. Llevaba un vestido de tono esmeralda, sencillo pero elegante, que contrastaba con su largo cabello rubio que caía sobre su espalda como un río de oro pálido. A su lado, Jimena avanzaba con la misma elegancia, aunque con un aire más sereno. Su cabello oscuro y ondulado brillaba bajo los últimos rayos del sol, y sus ojos verdes observaban cada detalle a su alrededor, como si su mente estuviera siempre en búsqueda de algo más allá de lo visible. Victoria, por su parte, seguía con pasos ligeros, sujetando con delicadeza una sombrilla de encaje que protegía su delicada tez del sol. Su sonrisa amable iluminaba su rostro, y su vestido celeste, de un diseño impecable, la hacía parecer una muñeca de porcelana.

Eran diferentes en todo, y sin embargo, inseparables. Su amistad, forjada desde los días en que apenas podían caminar, era un refugio en medio de una sociedad que constantemente exigía de ellas más de lo que deseaban dar. Se habían convertido en confidentes, en el apoyo diario que se necesitaba para soportar las presiones de sus familias y el rígido protocolo de la alta sociedad.

—Esta noche será el baile en casa de los Alba —comentó Victoria con un entusiasmo que hizo que sus ojos azul celeste brillaran—. ¿No es emocionante? Todo Sevilla estará allí.

—Emocionante, dices tú —replicó Vega, arqueando una ceja con una expresión que oscilaba entre el sarcasmo y la exasperación—. Para mí no es más que otra oportunidad para que los caballeros de nuestra ilustre ciudad desplieguen su encanto fabricado y las damas exhiban sus mejores sonrisas falsas.

—Vega, siempre tan intensa —dijo Victoria con una risita ligera, aunque sin malicia—. A mí me parece encantador. Los bailes son como cuentos de hadas: luces, música y vestidos hermosos.

—Y compromisos forzados, matrimonios de conveniencia y conversaciones insulsas —añadió Vega con una sonrisa amarga, mirando a Jimena como buscando su apoyo.

Jimena, que hasta el momento había permanecido callada, sonrió con suavidad y dijo:
—Creo que ambas tenéis razón, en cierto modo. Los bailes tienen su encanto, pero también entiendo a Vega. A veces no puedo evitar sentir que no somos más que piezas en un tablero, movidas por manos que no nos pertenecen.

—¡Ay, Jimena! —exclamó Victoria, llevándose una mano al pecho como si hubiera recibido una ofensa—. No esperaba ese comentario de ti.

—Pues deberías —replicó Vega, lanzándole una mirada cómplice a Jimena—. Jimena es más como yo de lo que crees, Victoria, aunque ella tenga más cuidado en decir lo que piensa.

Victoria frunció ligeramente el ceño, pero su expresión pronto se suavizó.
—Tal vez tengáis razón. Pero, ¿no os dais cuenta de que nosotras, como mujeres, también tenemos poder? Quizás no del modo en que lo tienen los hombres, pero nuestra influencia no es poca cosa.

—¿Influencia? —preguntó Vega con incredulidad—. Victoria, la única influencia que nos permiten tener es la de asegurar que llevemos los vestidos adecuados y que los caballeros nos encuentren lo suficientemente atractivas como para desposarnos.

Jimena suspiró, y su voz se llenó de un matiz reflexivo.
—Quizás Victoria no esté del todo equivocada. Si jugamos bien nuestras cartas, podemos encontrar cierto grado de libertad dentro de las reglas. Pero eso no significa que no debamos desear más.

Entre deber y pasiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora