No sabía a dónde ir, pero podía sentir cómo cada vez estaban más cerca.
Los pulmones me ardían, el aire no era suficiente. Mi camisón blanco, que apenas unos momentos atrás estaba limpio, ahora estaba cubierto de tierra y suciedad. Mis pies descalzos dolían al sentir cada piedra y raíz bajo ellos, pero no podía detenerme. Todo era oscuridad. El bosque, denso y sombrío, parecía guiarme, las ramas arañando mi piel, obligándome a correr en dirección contraria a ellas. Si me detenía, moriría.
Unas figuras, extrañas y amenazantes, habían irrumpido en mi habitación en plena noche. Apenas pude escapar por el balcón y correr hacia el bosque, sin pensar, sin un plan. No había nadie en el castillo que pudiera oírme, pero, de algún modo, pensé que adentrándome en el bosque tendría una mínima posibilidad de sobrevivir.
El paisaje frente a mí era un velo de sombras; apenas distinguía los árboles y las plantas, pero podía escucharlos. Estaban cerca, demasiado cerca. Los pasos detrás de mí se hacían más rápidos, más feroces. Al mirar por encima del hombro, vi sus siluetas, moviéndose a una velocidad imposible. No eran humanos.
El miedo me hizo tropezar. Mi pie chocó contra algo duro y caí. Rodé por la tierra, sintiendo el ardor en mi mejilla cuando se rasgó contra el suelo. Caí boca abajo, mi cuerpo entumecido por el dolor, pero ellos estaban demasiado cerca. Intenté levantarme, pero uno de los hombres se abalanzó sobre mí, tirándome al suelo con todo su peso.
—¡AYUDA!—grité, desesperada, mientras él se sentaba sobre mi espalda, estirándome del cabello. Su mano callosa cubrió mi boca con fuerza, ahogando mis gritos. Patalée, luché con todas mis fuerzas, pero su peso era como una losa inmovible.
—¡Cállate! —ordenó una segunda voz, gruesa y con un acento extraño. Sentí su presencia acercándose, y de repente, un golpe seco en la cara me dejó aturdida. El olor a muerte y podredumbre que despedía me revolvió el estómago.
—Hazlo rápido, Zael —le dijo el segundo hombre al que estaba encima de mí. Mientras trataba de liberarme, vi cómo sacaba un cuchillo de su cinturón.
—¡No deja de moverse! ¡Deja de moverte! —gruñó el hombre sobre mí, su voz cargada de frustración. Me sujetó las manos con un brazo mientras acercaba el cuchillo a su propio antebrazo. Lo vi cortar su piel y la sangre, oscura y densa, comenzó a gotear. Me destapó la boca de repente, y antes de que pudiera gritar, me obligó a beber su sangre.
El sabor era ácido, putrefacto, como si algo estuviera podrido dentro de él. Tosí, intenté resistir, pero era inútil. El líquido viscoso bajaba por mi garganta.
—¿Qué carajos...? —logré murmurar con una voz rota por el miedo y la repugnancia.
No sabía qué estaba sucediendo. El día había comenzado como cualquier otro, nunca imaginé que moriría así. Las lágrimas comenzaron a llenar mis ojos, nublando mi visión, mientras la fuerza abandonaba mi cuerpo. No podía moverme. Era como si la sangre que me había hecho beber me estuviera paralizando desde dentro.
El hombre ya no estaba sobre mí. Ambos estaban de pie ahora, observándome desde arriba, esperando. Esperando a que diera mi último aliento.
Dicen que ellos nos oyen cuando estamos más desesperados. Había veces en las que, en mi soledad, intentaba hablarles. Pedirles cosas. Que me devolvieran a mi madre. Que me dieran otra vida. Otro nombre.
Cerré los ojos y recé, como mi madre me había enseñado, en el idioma secreto que solo utilizábamos en momentos de verdadera necesidad.
—Alea Malakta Es.
Todo se detuvo.
El viento dejó de soplar, el tiempo mismo pareció detenerse. Los hombres, que hasta ese momento me miraban con sus ojos vacíos, giraron la cabeza hacia algo que estaba detrás de mí. Lo sentí antes de verlo.
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El Pacto De Tres
FantasyEva siempre creyó en las historias que su madre le contaba, relatos sobre un castillo envuelto en magia antigua, y seres misteriosos que convivían con los humanos, guiándolos desde las sombras. Seres poderosos que lo controlaban todo, excepto una co...