El génesis.
En el principio existía yo. Toda mi vida había estado solo, y me había convencido de que era lo mejor que había.
Muchos años antes había sufrido las inclemencias de tener familia, pero tras haber ido al servicio militar, donde la familia se había aumentado hasta dos mil personas, todas del sexo feo, me vacuné contra eso de estar con gente.
¿Era yo misántropo? Seguro que sí ¿Era yo misógino? Seguro que también. Al fin y al cabo las mujeres pertenecen al género humano, ¿no?
Porque nunca encontré a nadie que mereciera la pena. En la mili hice algunas amistades, pero eran todas gente que quería sacarte algo. Yo estaba dispuesto a hacer alguna guardia a algún amigo, pero, caramba, también habría estado bien que me la hubieran hecho a mí. Y no para irme a ver a mi familia, que no tenía tantas ganas de verla, sino para estar en mi cama tocándome la barriga un rato más. Por eso no comprendía a aquella gente que parecía fabricada en serie, todos con las mismas apetencias, los mismos problemas, las mismas frustraciones, y hasta las mismas aspiraciones: en suma, vivir muchos años y con salud. Pero ¿lo que hacen ellos es vivir?
Porque trabajar, comer y dormir puede ser vivir o vegetar. Depende de cómo lo hagas, y quizá con quién lo hagas. Yo llegué a la conclusión, hace muchos años, de que como mejor se trabaja es con tu mejor amigo: tú mismo. Por eso me hice agricultor.
Mis padres tenían una finca en el campo a la que no le hacían mucho caso. Yo había oído en algún sitio que uno podía vivir de lo que cultivase en la tierra, y eso me atraía mucho: iba a estar allí sin ver a nadie, trabajando cuando me diera la gana, y librando cuando quisiera. Y si me sobraba algo, podía venderlo en el mercado de los domingos..., pero ¡alto!: eso sería pringarme en tratos con gente: ¡no! Prefería dejar la fruta pudrirse en los árboles, las patatas sin recoger, las almendras que se perdieran. No, aquella tierra sería sólo para mí. Nada más que para mí. Y toda para mi.
Por lo tanto, me dejé el trabajo que tenía en el el banco y me fui al pueblo, dos kilómetros más allá del cual estaba mi finca, e invertí los dos primeros tres meses en arreglar mi casa. Cuando la tuve en perfecto orden, me ocupé de la tierra. Alrededor de mi casa tenía varios kilómetros cuadrados a mi disposición. Planté patatas, maíz y descubrí que siempre había tenido allí almendros y algarrobos. Planté varios olmos, treinta naranjos y algún peral, esperando que a la vuelta de varios años la cosa tirase para arriba y pudiese tener una vida totalmente independiente sin ver a ningún ser humano. Compré una vaca y un burro, y el coche lo arrumbé en el cobertizo, dispuesto a no volver a usarlo en toda mi vida.
Durante varios años la cosa me funcionó bien. La verdad es que trabajé más que el burro que había comprado, al que llamé Andrés en honor de toda la humanidad: me levantaba muy temprano, y aún de noche me iba al campo, y trabajaba hasta que el sol se ponía: sembré, regué, comí, dormí, estuve en comunión con la naturaleza, y no vi a un alma en varios kilómetros a la redonda. No tenía amigos de los que preocuparme, ni parientes de los que acordarme, y podría decir que todos mis conocidos se quedaron tan descansando de mí como yo de ellos cuando desaparecí de sus vidas para siempre. Cuando me aburría, hablaba con mi vaca, a la que llamé Sofía, porque era más sabia que ninguna de las mujeres que había conocido en mi vida, incluyendo a mi madre, pues me escuchaba con tranquilidad, y lo único que decía, alguna que otra vez, era "Mu", aunque era de Albacete y no de Murcia. Porque era una vaca sensible y solidaria con su dueño.
Pero un buen día, al llegar a mi naranjal, me encontré allí una visita: tenía pinta de extranjera y quizá fuese guapa, pero estaba llena de mugre y su ropa era andrajosa. Había dormido entre mis naranjos y se había atiborrado de los frutos de mi tierra.