Prólogo

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En el Grave teníamos un sinfín de historias.

Relatos susurrados, cuantos para dormir... Leyendas a la flor de labios, iluminadas por la claridad de una vela. La más conocida era la del fabricante de lágrimas.

Hablaba de un lugar lejano, remoto...

Un mundo donde nadie era capaz de llorar y las personas vivían con el alma vacía, desnudas de emociones. Pero oculto a todo el mundo, en su inmensa soledad, había un hombrecillo vestido de sombras. Un artesano solitario pálido y encorvado que, con sus ojos claros como el vidrio, era capaz de fabricar lágrimas de cristal.

La gente acudía a su casa y le pedía poder llorar, poder experimentar una pizca de sentimiento, porque en las lagrimas se esconde el amor y la más compasiva de las despedidas. Son la extensión más íntima del alma, aquello que, más que la alegría o la felicidad, hace que uno se sienta verdaderamente humano.

Y el artesano los contentaba...

Engarzaba en los ojos de las personas sus lágrimas con lo que contenían y eso era lo que la gente lloraba: rabia, desesperación, dolor y angustia.

Eran pasiones lacerantes, desilusiones y lágrimas, lágrimas, lágrimas. El artesano infectaba un mundo puro, lo teñía de los sentimientos mas íntimos y extenuantes.

"Recuerda: al fabricante de lagrimas no puedes mentirle", nos decían al final del cuento.

Nos lo contaban para enseñarnos que todos los niños pueden ser buenos, que deben ser buenos, porque nadie nace malo. No está en nuestra naturaleza.

Pero en mi caso...

En mi caso no era así.

Para mi aquello no era una simple leyenda.

El no se vestía de sombras. No era un hombrecillo pálido y encorvado con los ojos claros como el vidrio.

No.

Yo conocía al fabricante de lágrimas.


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⏰ Última actualización: Sep 29 ⏰

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