La casa estaba envuelta en el aroma de incienso y té recién preparado. El invierno había cubierto el jardín con un manto de nieve blanca y pura.
Akari caminaba por los pasillos silenciosos, podía escuchar a lo lejos las risas de sus dos hermanitos, jugando inocentes. El sonido del viento gélido apenas lograba ahogar un presentimiento que, como una sombra, comenzaba a envolver el corazón de Akari.
Akari tenía solo 15 años, un omega de aspecto frágil pero con una fuerza interior que pocos podían percibir. Había sido criado bajo el amparo de una familia poderosa, una dinastía mafiosa japonesa que llevaba generaciones controlando su territorio. Su padre, un alfa de mirada severa, siempre había sido implacable, pero protector. Su madre, una omega de noble presencia, siempre había sido su refugio.
Esa tarde, todo cambió.
El crujir de las puertas de la casa siendo forzadas resonó como un trueno. Gritos en un idioma que apenas entendía, coreano, rompieron el aire. Un grupo de hombres irrumpió en el lugar, armados, furiosos, sin piedad. La banda rival coreana, los mismos que su padre había advertido que estaban ganando terreno, ahora estaban dentro de su hogar.
—¡Akari-sama, rápido, ven conmigo! —gritó uno de los guardias personales, su rostro pálido pero determinado.
Akari vio cómo los guardias intentaban contener a los atacantes, pero eran superados en número. La casa se transformó en un campo de batalla. Los disparos, los gritos... todo era caos. El sonido seco de una katana cortando carne resonó cerca de él.
—¡Papá! —Akari gritó, pero su voz se perdió entre el estruendo.
El guardia lo agarró del brazo y lo arrastró hacia las habitaciones traseras, donde sus hermanitos lloraban, aferrados el uno al otro. Akari solo podía pensar en su madre y en su padre. Sabía que debía proteger a sus hermanos, pero su corazón lo llevaba en otra dirección. El guardia levantó a los dos pequeños, uno en cada brazo.
—Llévalos a un lugar seguro —le dijo Akari, sintiendo que el miedo lo atrapaba por el pecho—. ¡Llévatelos y no mires atrás!
El guardia asintió, entendiendo la urgencia. Con los niños en brazos, se desvaneció en el pasillo, desapareciendo entre las sombras y los sonidos lejanos de la batalla.
Pero Akari no huyó.
Un grito desgarrador atravesó la casa. El grito de su madre.
Sus pies se movieron por cuenta propia. Corrió por los pasillos, esquivando cuerpos y sangre. Las paredes, que antes habían sido símbolo de lujo y poder, ahora estaban manchadas de horror. La encontró en el salón principal, su cuerpo tirado en el suelo, una herida en el pecho que manchaba su kimono de un rojo profundo.
—¡Mamá! —Akari cayó de rodillas a su lado, sus manos temblando al intentar detener la sangre.
—Akari… —la voz de su madre era un susurro quebrado—. Vete... no... no te quedes...