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1978

El ambiente en Grimmauld Place estaba cargado, como siempre lo estaba cuando Rhaenyra Black alzaba la voz. La casa ancestral de los Black parecía alimentarse de esa tensión oscura, la que envolvía a todos sus habitantes, un peso invisible que nadie podía ignorar. Aradia estaba de pie en el vestíbulo, con el rostro pálido y las manos temblorosas, enfrentándose a su madre. El eco de su suave voz resonaba en las paredes como si la misma casa se burlara de ella.

—No quiero volver a Hogwarts, —dijo Aradia, su voz rota por la desesperación. —Por favor, madre... ya no aguanto más. Nadie me quiere allí. Nadie me entiende. Se burlan de mí...

Rhaenyra, con su rostro neutral como siempre,  no mostró ni una pizca de empatía. Su ceño estaba fruncido, no por la angustia de su hija, sino por su muestra de debilidad.

—Tienes que ser fuerte, Aradia, —espetó con frialdad—. El colegio es solo una etapa. Eres una Black, y tu destino es mucho más grande que esos niños insignificantes que se ríen a tus espaldas. Ellos no importan, solo él lo hace. Solo tu lealtad te dará verdadero poder.

Aradia sintió cómo su corazón se hundía un poco más con cada palabra de su madre. Lealtad a Voldemort, poder... era todo lo que importaba para Rhaenyra. Para su madre, ella no era más que una pieza en el gran plan del Señor Tenebroso, y Aradia había comenzado a darse cuenta de que su vida, sus deseos, sus miedos, no significaban nada en comparación con esa devoción.

—Pero... —Aradia tragó saliva, luchando por no llorar—. Yo no quiero ser como ellos. No quiero seguir sus pasos. Por favor...

Rhaenyra alzó una mano, silenciando cualquier otra súplica.

—No tienes elección, Aradia. Irás a Hogwarts, y aprenderás lo que necesitas para servir a un propósito mayor que el tuyo. Te guste o no, ese es tu destino. —Su voz era implacable, cada palabra una sentencia que aplastaba cualquier esperanza de que su madre la escuchara verdaderamente.

Desde las sombras de una esquina de la casa, Sirius observaba en silencio. Había llegado poco antes, sin hacer ruido, y lo había escuchado todo. La súplica desesperada de su prima le provocó una punzada en el pecho, un sentimiento que no había experimentado en mucho tiempo. Desde que se había distanciado de su familia, había tratado de no pensar en lo que sucedía en aquella vieja casa, de no involucrarse en sus intrigas ni en sus creencias retorcidas. Para él, todo aquello era tóxico, y había hecho todo lo posible por dejarlo atrás.

Pero ver a Aradia allí, casi suplicando por su libertad, por una vida distinta, le provocó algo. No era solo que le diera lástima, era algo más profundo. Se sentía culpable. Culpable por haberse alejado tanto, por haberla dejado sola en medio de un mundo en el que él sabía que ella nunca encajaría del todo.

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⏰ Última actualización: Sep 30 ⏰

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