1. Sickness

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Como todos los domingos, las hermanas del convento y yo estábamos en la primera fila de la iglesia, frente al altar. Sin embargo, este domingo no era como los anteriores; hoy, celebrábamos la primera misa con el nuevo sacerdote. Sentía una inquietud extraña, un peso invisible en la espalda que me mantenía tensa. Sabía exactamente la causa de esta sensación: sus ojos. El cura me observaba desde el púlpito, y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, algo en mí se agitaba, algo que no debería sentir.

Intenté desviar la mirada, pero mis ojos, traicioneros, se posaron en su rostro. Tenía el cabello castaño ligeramente desordenado, con un par de mechones cayendo sobre su frente. Su nariz era recta, sus labios... No debería estar pensando en sus labios. Me reprendí en silencio, pero la curiosidad fue más fuerte. ¿Qué clase de hombre era él, escondido tras esa sotana? Algo en su presencia me resultaba inquietante, como si bajo esa fachada de piedad hubiera secretos oscuros, esperando a ser descubiertos.

Los minutos pasaron lentamente, y aunque él hablaba a la congregación, yo sentía que sus palabras eran solo para mí. Miradas fugaces, disimuladas, que yo también pretendí no notar. Cuando la misa terminó, me alejé hacia una esquina, intentando recuperar el control de mis pensamientos. Estaba a punto de salir cuando un aroma a colonia masculina me envolvió, y supe que él estaba cerca.

—Vi cómo me observaba —su voz, suave pero burlona, me hizo detenerme en seco—. La codicia es un pecado, hermana.

Mi pulso se aceleró. Giré lentamente la cabeza y lo vi sonreír, una sonrisa que irradiaba una confianza irritante. Era más alto de lo que imaginaba, y por un momento, la sorpresa me desarmó.

—¿Perdón? —respondí con frialdad—. ¿Qué le hace pensar que lo codicio?

No pude evitar que mi tono reflejara mi enojo, pero él, lejos de intimidarse, se encogió de hombros, disfrutando de la situación.

—Escúcheme bien —continué, acercándome un paso más, sin apartar la mirada—. No sé qué juego está jugando, pero sé que oculta algo. Y créame, voy a descubrirlo. Cuando lo haga, deseará no haber venido.

Dicho esto, me di la vuelta, dispuesta a marcharme, pero sus ojos cafés, oscuros y profundos, ya habían plantado una duda en mí. Y lo peor es que él lo sabía.

Horas más tarde, estaba tumbada en la cama, incapaz de dejar de pensar en él. Algo en su mirada me desestabilizaba, me hacía dudar de todo, incluso de mí misma. ¿Estaba siendo injusta, dejándome llevar por el prejuicio hacia su juventud? ¿O realmente había algo oscuro en él? Cada vez que lo pensaba, un nudo se formaba en mi estómago. El sonido de unos golpecitos en la puerta me sacó de mis pensamientos. Me senté lentamente, todavía perdida en mi confusión

—Pase —dije, ajustando rápidamente mi ropa. — ¿En qué puedo ayudarle, hermana? —le sonreí, aunque por dentro no tenía ningún ánimo para ello.

—Te traigo este paquete —dijo, avanzando hasta la cama—. Llegó esta mañana, pero nadie lo ha abierto.

Asentí, tomando la caja con una mano temblorosa, aunque intenté ocultarlo. Antes de irse, Hana se detuvo, mirándome con una mezcla de duda y preocupación.

—Te noto... diferente últimamente. ¿Estás bien?

La pregunta me tomó por sorpresa. Su tono era suave, casi maternal, y por un momento sentí la tentación de abrirme, de decirle que algo dentro de mí se estaba desmoronando. Pero la realidad me golpeó: ni siquiera yo entendía lo que me pasaba. Así que hice lo que me estaba volviendo costumbre. Fingí.

—Oh, sí, estoy bien —respondí con una sonrisa que no alcanzó mis ojos—. Solo he estado un poco enferma, nada grave.

Ella me observó en silencio por un segundo más, buscando algo en mi rostro, pero al final solo asintió.

—Si necesitas hablar, estoy aquí. No lo olvides.

—Gracias. Lo aprecio mucho.

Me devolvió una última sonrisa antes de salir, dejándome sola con esa misteriosa caja. No tenía remitente. Dudé por un momento, insegura de si debía abrirla. Finalmente, después de dar vueltas en la habitación, me senté al borde de la cama, tomando aire antes de abrirla.

Al levantar la tapa, me quedé congelada. No podía apartar la vista del contenido. Un dedo humano, frío, rígido, con un anillo que reconocí al instante. El anillo del padre Elías. Sentí que el mundo se cerraba sobre mí. El aire se me fue de los pulmones y un escalofrío me recorrió la columna. Mis manos empezaron a temblar y mis pensamientos se desordenaron, todo a la vez.

Un grito se formó en mi garganta, pero nunca salió. Solo podía observar, inmóvil, mientras una sensación de terror absoluto se apoderaba de mí. Quería llorar, quería gritar, pero estaba atrapada entre el shock y el miedo, sin poder reaccionar. En ese instante, supe que todo había cambiado, y lo que estaba sucediendo superaba cualquier cosa que hubiera imaginado.

WICKED • Nicholas chavezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora