Noviembre.

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Una carretera empapada esa noche fue la salvación de Armando Mendoza.

Daniel se vio obligado a conducir con suma precaución y los sentidos alertas, impidiendo que a su mente viajaran todos los motivos por los que despreciaba al zoquete de su cuñado.

Un semaforo le indico que disminuyera la velocidad y asi lo hizo, permaneciendo solo con el ruido de las gotas gruesas chocando contra el techo de su auto.

La medianoche se acercaba presurosa y una tormenta despiadada la acompañaba, fiel reflejo del alma de los Valencia en ese momento.

Tomó su celular entre las manos preguntándose si era una buena idea llamar a Beata para saber el estado de Marcela pero decidió mantenerse al margen, su hermana menor le recordaba con frecuencia a las gallinas vueltas locas con un montón de pollitos bajo las alas y de necesitar algo sería la primera en llamarlo.

Adoraba a sus hermanas.

Y aborrecía a aquel puñado de ñandúes Mendoza, incapaces de criar a un hombre recto, honesto y justo, merecedor de Marcela. Y es que con el pasar de los años Daniel se mantuvo firme y tajante en cuánto a la distancia con la que en algún tiempo considero familia.

No los odiaba ni estaba cerca de hacerlo pero una mezcla de desprecio y asco se acumulaba en sus entrañas cada que alguien citaba aquellos nombres.

A Roberto por jamás mantener una mano firme ante las desastrozas acciones de su tesoro andante y aún más por permitirle poner en riesgo su patrimonio y el de sus hermanas.

A Margarita por justificar todos los errores del chiquillo estúpido que crió y protegió a capa y espada toda la vida, aquel mismo desastre con patas que en su último intento de adecentar lanzó contra Marcela.

Pero más allá de la desastroza crianza, los despreciaba por avivar una y otra vez las arrolladoras esperanzas de su hermana, una jovencita apenas crecida que de algún modo ingenuo logró ver en Armando un hombre.

La lluvia dejó de escucharse y sacudió la cabeza intentando despejarse, el semaforo marco el verde y aceleró con la esperanza de encontrar a su esposa despierta, esperándo por él.

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- ¿Otro más, señor? - escuchó al tendero preguntarle.

Asintió sin pensar demasiado.

Se odiaba y seguriría odiándose todo el tiempo que logrará respirar.

Marcela no salía de su cabeza, su familia ardía en su desastrozo corazón.

Bien podía pedir la cuenta, pagarla, solicitar un taxi y marcharse rumbo a casa, pero nadie se merecía eso, su Marcela no merecía eso.

Ya no más.

Un roncola llegó hasta sus manos y de un sorbo lo ingirió, pero su sed no cesó.

Al fondo de la barra una morena preciosa sostenía la mirada fija en él pero solo le sonrió y enfocó de nuevo su vaso.

Mujeres.

¿Que podían darle ellas?, en casa tenía a una de las mejores, a una que lo amaba con locura incluso después de todos sus años de tropiezos y caídas.

¿A cuántas personas más podía dañar?, la lista le parecía infinita y la encabezaban sus padres, su hermana, Marcela, sus hijos, Beatríz y para sorpresa de todos Calderón.

No, no, no, que Calderón se pudriera en el fondo de todos los infiernos por guiarlo con pautas hasta la estupidez más grande de toda su vida y luego soltarlo.

- La cuenta... - le llamó al joven que después de anotar el último trago y sumar todo le tendió el papel.

- Tenga caballero -

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⏰ Última actualización: Oct 13 ⏰

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