El Florero

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Después de pasar de mano en mano, de comerciante en comerciante, haber viajado cientos de kilómetros, llegue a manos de Alphonse, bisabuelo de Bruno;
El viejo a pesar de sus 71 años poseía una gran vitalidad gracias a su casa de empeños, parecía rejuvenecer cada vez que pasaba el umbral de la puerta y atendía a todos con su peculiar sonrisa y enorme amabilidad.

Conocí a Alphonse cuando un joven, apenas interesado en mí, me entregó por tan solo 5 euros. Le dijo al anciano que yo era una reliquia familiar, pero la verdad es que me encontró entre un montón de trastos viejos. Me compró, intrigado por mi apariencia inusual, consciente de que, aunque mi valor no estaba del todo claro, seguramente superaba con creces esos 5 euros. Sin embargo, nunca llegó a descubrir mi verdadera procedencia: fui encargado por una poderosa familia italiana durante la época colonial

Era su objeto favorito por lejos, me tenía exhibido, más no a la venta, cada tres días recibía intercambios de flores de todos los tipos, formas y colores.
Fueron tres agradables años que estuve con el, hasta que falleció.
Se había cumplido el deseo de su familia, pudieron vender su preciada casa de empeños y casi todos sus objetos.

Fue entonces cuando llegué a las manos de Bruno y su familia. En su hogar, me colocaron en el centro de la mesa, adornado con unas rosas sintéticas que contrastaban con mi pasado lleno de autenticidad. El resto de la casa reflejaba esa misma disonancia: una fachada cuidadosamente construida para aparentar lo que no era. Frente a mí había una gran estantería, alta y robusta, abarrotada de libros desordenados y cubiertos de polvo. Aun así, los invitados siempre se sorprendían ante la vasta colección, y Bruno no perdía la oportunidad de jactarse de haber leído cada uno de esos libros más de una vez. Cada vez que lo decía, Marie, su esposa, apartaba la mirada con una mezcla de indignación y resignación, mientras sus hijos, Amélie y Alain, lo observaban con asombro, creyendo cada palabra de su padre con la inocencia que solo los niños pueden tener.

Bruno tenía un extraño don: con una simple mirada, podía cambiar la expresión de toda su familia. Era respetado, tanto por sus allegados como por los suyos, aunque detrás de esa fachada, no era más que un buscavidas. A pesar de eso, siempre decía que tenía un empleo distinto. Según el, era psicólogo pero nunca ejerció, así que se dedicó a la carpintería, sastrería, entre otros oficios. Aunque la que traía el pan a la mesa siempre fue Marie.
Una mujer callada, buena madre y muy responsable con su trabajo. Era secretaria de una importante empresa de perfumería, y para mantener toda la casa ella sola le iba bastante bien.
Bruno a pesar de todo era el responsable de la economía, tomaba las decisiones importantes y no aceptaba una objeción pues, según el, aus conjeturas nunca eran erróneas.

Una noche, como tantas otras, Marie había preparado su mejor plato: un delicioso Ratatouille que hacía las delicias de sus hijos. Mientras Amélie y Alain ayudaban a preparar la mesa, Bruno se servía una copa de Cabernet y se sentaba frente al televisor, embelesado por uno de esos programas de preguntas y respuestas en los que, aunque el resultado era predecible, nadie llegaba a la final. Le gustaba presumir de su conocimiento, aunque erraba más de lo que acertaba.

Amélie, emocionada por haber sacado una nota sobresaliente, un 9,7, intentó contarle a su padre, pero su logro quedó opacado por el sonido ensordecedor de la televisión. Alain intentó reforzar el comentario, pero con una sola mirada de Bruno, el entusiasmo se desvaneció, y la cena transcurrió en silencio, solo interrumpido por las risas que provocaba el televisor.

Al día siguiente, mientras los niños estaban en la escuela, Marie finalmente decidió enfrentarse a Bruno. Con voz temblorosa, lo acusó de derrochar el dinero que ella ganaba en vino.

—Sé que gran parte del presupuesto lo gastas en vino —dijo Marie, conteniendo las lágrimas.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? —respondió él, con un tono amenazante—. Nuestros hijos están bien, el problema aquí eres tú. Siempre te estás quejando. Te pedí que limpiaras la librería hace semanas y sigue igual, cubierta de polvo.

—Si en vez de decir que lees esos libros, realmente los leyeras, no estarían así —contestó Marie, cada vez más desafiante—. No haces nada por esta casa.

Bruno, tranquilo, casi indiferente, la miró fijamente antes de soltar:

—Es mi casa, y si no te gusta, puedes agarrar a tus hijos e irte. Nadie te obliga a estar aquí.

—¿Qué harías sin mí? —respondió Marie con furia contenida—. No trabajas, no haces nada ni por los niños ni por la casa. Esta familia se mantiene gracias a mí. Te la pasas bebiendo todo el día, tratando de llenar un vacío que nunca podrás llenar.

Bruno, sentado a unos metros de mí, permanecía sereno, pero su habitual control sobre la situación parecía haberse desvanecido. Sus palabras ya no tenían el mismo poder. Con la gravedad que requería la discusión, él solo parecía cada vez más tranquilo.

—¿Qué haría sin ti? Lo que me dé la gana, sin estar atado a este estúpido anillo —dijo con frialdad.

—Entonces divorciémonos —dijo Marie, levantando la voz—. Me llevaré a los niños a casa de mi madre.

En ese momento, algo se rompió en Bruno. Sin previo aviso, me agarró con fuerza y, en un arrebato de furia, me utilizó como arma, apuntando directamente a la cabeza de Marie. Mi historia, siglos de antigüedad, se mezcló con el agua estancada de mi interior, que pronto se tornó roja por la sangre de la mujer que había sostenido el hogar durante tanto tiempo.

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⏰ Última actualización: Oct 07 ⏰

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