1. MASHA

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Tenía frío en las plantas de los pies, que iban descalzos por la nieve, congelados hasta el extremo de que ya no sentía los nervios y estaban enrojecidos y morados. La lengua le raspaba en la boca, pastosa como papel de lija. Los ojos, oscuros como ópalos, se le cerraban involuntariamente. Masha sentía que ya no podía caminar más, porque el gélido viento invernal se le colaba en los harapos, la sórdida ropa que llevaba puesta, y al final se moriría. Se frotó las manos, pero estaban tan congeladas que se le habían dormido las articulaciones de los pálidos y flacos dedos. En su rostro descarnado y moreteado no había ni una pizca de vida, era la muerte asomando a su vida, mientras se balanceaba en el borde del abismo.


A tropezones, evadió los restos de cemento y las calles sin asfaltar, desembocando en la callejuela desierta. El viento ululaba maniático y frenético, y las escasas farolas viejas no alumbraban lo suficiente para poder ver bien mientras andaba, o por lo menos, arrastraba los pies, ya muertos e inservibles. Hacía días que había salido de lo que quedaba de la casa de acogida, ahora vuelta un montón de escombros, un edificio en ruinas, porque las últimas bombas de la guerra de los rebeldes contra el Imperio, habían caído sobre ella, matando a todos los habitantes, los más afortunados habían fallecido en el acto.


Masha ayudó a ciertos niños que les habían arrancado una pierna por el impacto, otros lloraban asustados, y muchos habían sido asfixiados por el humo o aplastados debido al derrumbe. La escena era un infierno. Los candiles aún humeando, la gente mutilada, los niños muertos debajo de las rocas... Masha había visto el proyectil fatídico caer, pero no había podido hacer mucho más que salvarse. Estaba comprando en el mercado local cuando escuchó el estruendo, y rápidamente acudió en ayuda de los desafortunados. El ratio de radiación estaría muy alto y extenso, y las personas afectadas que hubieran sobrevivido al bombardeo, infectadas por los patógenos radiactivos, sufrirían las consecuencias: perderían la vida entre horribles dolores y las mujeres embarazadas tendrían hijos deformes, o bien los mismos niños que antes jugaban alegres, en la antesala del terror, ya no podrían vivir tranquilos, agobiados y avergonzados por su mutilación fruto de la fatalidad.


La República Roja se había instaurado como nueva gobernante, izando su característica bandera roja en lo alto del pabellón, en la Casa del Gobierno, y el Presidente se había instalado en ella tras haber derrocado, junto a sus generales y comandantes, al Emperador, ese desquiciado vejestorio que vivía despotricando contra todo el mundo, los había vuelto esclavos y los había denigrado y metido en la miseria. Se decía que ya no salía a la calle y que languidecía eternamente postrado en su cama, incluso que había clones de él pululando por doquier. El Presidente, Feodor, no se anduvo con chiquitas. En los próximos días a la caída del régimen antiguo, se procedió a perseguir, capturar y ejecutar tras una terrible tortura a los enemigos, los traidores y los sospechosos de servir y apoyar al Imperio.


Aún ahora, habiendo pasado dos meses del cambio de gobierno, los militares se paseaban por las calles armados con rifles y bazookas se aspecto imponente, y el Presidente organizaba ruedas de prensa en las que comandaba las nuevas órdenes y hablaba de los temas que iba a legislar: reducir los impuestos, agravar los impuestos de los productos extranjeros, dispensar mayor alojamiento a los huérfanos de guerra y todas las personas en situación vulnerable, y procurar que los alimentos de primera necesidad, el pan, la leche, la harina y más, estuvieran disponibles y no hubiera escasez, pues acababan de atravesar tiempos de guerra y si la demanda superaba a la oferta, habría escasez generalizada y la población sufriría hambruna por un largo periodo, y al Presidente no le interesaba para nada que se librasen revueltas y peor aún, que el pueblo muerto de hambre hiciera reyertas en las calles y estallase una nueva guerra civil.

Aún así, pensando sobre estas cosas, repasando los acontecimientos que habían cambiado drásticamente su vida, Masha sentía que el hambre le hacía estragos, convertido su estomago en un agujero negro por el que se filtraba todo hasta desaparecer. El cielo encapotado presagiaba una fuerte tormenta que se desataría de un momento a otro. Un gato atigrado, de pelaje erizado y mordiscos en las orejas, se cruzó por delante de ella, olisqueando ansioso, buscando la comida inexistente.

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⏰ Última actualización: 2 days ago ⏰

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La bruja de los espíritusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora