Dormido

180 31 0
                                    

La primera vez que el señor Verstappen fue consciente de la ausencia de quién lo esperaba día tras día para cenar, fue en una calurosa noche de los últimos días de julio. Ese mes había sido bueno para él, todo marchaba bien en cuanto a su trabajo, se había refugiado en la compañía de unas cuantas acompañantes pasajeras y no había sido descubierto, y tampoco su querido Checo había vuelto a mencionar el asunto de sus prolongadas ausencias.

Cuando llegó a casa aquel día veintinueve por la noche, solo se topó con su madre, que estaba de visita, en el salón. Subió de inmediato a darse una ducha antes de encontrarse con su marido y que este sospechara de dónde venía. Entró tan rápido al baño, en una habitación distinta a la suya, agradecido de no haberse cruzado con Sergio por ninguna parte.

—Madre, ¿Has visto Checo? Muero de hambre y él aún no ha bajado.

La muchacha que les ayudaba en la casa tenía órdenes de no servir hasta que todos estuvieran sentados a la mesa. Fue justo en ese momento, mientras se preparaban para cenar, cuando se dio cuenta de que no había visto ni escuchado a su marido desde que había llegado.

—Ni bajara porque no está en su casa —respondió su madre.

A ella no le había caído en gracia que su único hijo se hubiese casado con otro hombre. No es que tuviera algo en contra de los homosexuales, simplemente no entendía por qué había elegido a otro hombre como compañero de vida si su hijo, según lo que sabía, ni siquiera tenía esas preferencias. Nunca le había conocido ningún novio, pero mujeres sí, y por montones. Además, estaba la deslealtad frecuente de su hijo hacia su marido, con mujeres precisamente.

—Entonces, que sirvan de una vez, muero de hambre.

Max finalmente decidió irse a la cama después de haber esperado a Sergio en la sala durante horas. El tiempo había pasado lento hasta que el aburrimiento comenzó a apoderarse de él, acompañado por el sueño que lo invadía poco a poco. Miró el reloj en su muñeca cuando eran ya cerca de las once y a pesar de la hora, no quiso llamarlo, negándose a mostrarle algún interés o preocupación. Pero una vez en la intimidad de su habitación, ya no pudo conciliar el sueño. La ausencia de Sergio no era propia de él, mucho menos sin avisar. No después de que Max le hubiera repetido una infinidad de veces cuánto detestaba que desapareciera sin decir nada.

Había perdido la cuenta de las veces que revisó el reloj en su celular, la bandeja de mensajes o la lista de llamadas, esperando alguna señal de Sergio. Por muchos errores que él tuviera, nunca pasaba la noche fuera de casa ni dejaba a Sergio esperándolo. La incomodidad que sentía en el pecho crecía con cada imagen desagradable que cruzaba por su mente, intensificando su malestar y el dolor de cabeza. Lo más probable es que el sueño lo hubiera vencido cerca de las tres o cuatro de la mañana, pero el descanso fue tan esquivo como las respuestas que su marido no le había dado.

A la mañana estaba de mal humor. Su día había comenzado mal desde el momento en que se despertó tarde, agotado por la noche sin descanso y aún con la ausencia de Sergio. No había tenido tiempo de desayunar bien y su apretada agenda como cirujano plástico no le daba respiro. Las cirugías programadas eran muchas, y el estrés acumulado no hacía más que aumentar su ansiedad y su querido esposo seguía sin dar señales de vida.

A lo largo de la mañana, había llamado a casa varias veces, dando instrucciones claras de que lo informaran en cuanto Sergio llegara. Pero para su disgusto, ya era casi la hora del almuerzo y aún no tenía ninguna noticia. Su paciencia se agotaba, y justo cuando estaba a punto de pedirle a su asistente que cancelara el resto de su agenda, el teléfono sonó.

Su empleada, algo apenada, le informó que el señor Sergio había llegado en un taxi, luciendo como si recién se hubiera despertado. Se había dirigido directamente a su habitación sin decir ni una palabra, pero que parecía estar bien.

Al escuchar aquello, Max se tranquilizó un poco. Aprovechó para almorzar en la privacidad de su oficina, y con su mente un poco más calmada, terminó el día como de costumbre. Sin embargo, el malestar persistía. Aunque Sergio ya había vuelto, la duda sobre dónde había estado seguía rondando en su cabeza.

Lando, el amigo más cercano de Max, pasó a buscarlo para ir a tomar unas copas. Lo miró de arriba abajo y, con una sonrisa burlona, le dijo —¡Checo te tiene bastante acabado, eh! No te dejó dormir en toda la noche, ¿verdad, campeón?

Max soltó un resoplido, exasperado. —Ni me lo menciones. El muy cabrón no llegó a dormir anoche.

—¡Uy, amigo! —dijo Lando, arqueando las cejas con picardía—. Pues yo creo que ya te está aplicando el mismo tratamiento que tú a él.

Refiriéndose, por supuesto, a las recurrentes infidelidades de su amigo. Sin embargo, Max no respondió a la insinuación; se limitó a mirarlo de mala manera, pero terminó aceptando la invitación de todos modos.

Más tarde, cuando regresó a casa, puntual para la cena, preguntó por su esposo. La empleada le informó que Sergio estaba en la alberca. Max pidió que nadie los molestara y que servirían la cena cuando él lo indicara. Con pasos firmes se dirigió hacia la piscina y lo encontró flotando boca arriba, completamente vestido, incluso con los zapatos puestos. Max caminó alrededor del borde de la alberca, observándolo.

—¿Está rica el agua? —preguntó con sarcasmo, pero Sergio no respondió. Siguió ahí, sin moverse, con la mirada perdida en el cielo. Ni siquiera parecía parpadear.

—¿No pudiste al menos recibirme sin nada puesto? —insistió el rubio, esta vez con un tono aparentemente más juguetón, pero el resultado fue el mismo, silencio.

—¿Qué haces ahí? —preguntó finalmente, su tono exigiendo una respuesta inmediata.

—Me caí —respondió Sergio pasados unos segundos, sin mostrar emoción alguna.

Ambos quedaron en silencio, sin intercambiar más palabras. Max continuó rodeando la piscina un par de veces más con las manos tras la espalda, mientras su esposo seguía flotando, hasta que finalmente Sergio mostró señales de querer salir del agua. El rubio lo observaba como un león acechando a su presa, sus ojos fijos en cada uno de sus movimientos, pero sin decir una sola palabra más.

—Regresa a cenar.

Sergio no dijo nada ante la petición, simplemente siguió caminando hacia el interior, dejando un rastro de agua tras de sí.

Para Max, estar enojado con Sergio era prácticamente imposible. Siempre había una razón detrás de cada cosa que el pelinegro hacía, una justificación clara y perfectamente razonable. Por eso, no le dio mayor importancia al hecho de que Sergio no hubiera vuelto a casa la noche anterior. Tampoco quería preguntar; si su esposo no le había dicho nada, seguramente sería porque era algo sin importancia, un asunto cotidiano relacionado con su trabajo en los servicios infantiles.

El trabajo de Sergio, aunque no era nada glamuroso, lo llenaba de satisfacción. Le encantaba ayudar a esos niños menos que afortunados, dedicando su tiempo y esfuerzo a casos que, para Max, parecían más una carga emocional que una verdadera vocación. Sabía que algunos de esos casos eran particularmente difíciles, y cuando Sergio se encargaba de alguno de esos, siempre terminaba bastante agobiado.
A Max nunca le había importado realmente lo que sucedía en el trabajo de su esposo. Jamás preguntaba sobre lo que hacía ni sobre los niños con los que trataba. Para él, esas personas no tenían mayor relevancia. Era mucho más fácil asumir que la desaparición de Sergio esa noche tenía que ver con algún problema en su trabajo, algo que le había mantenido ocupado al punto de no poder regresar a casa. Esa explicación le parecía lógica, casi automática. Si Sergio no había mencionado nada, sería porque no valía la pena discutirlo, porque, simplemente, había sido una noche difícil.
Solo por eso decidió dejar pasar el asunto. Prefería no inmiscuirse en lo que no le importaba. Sergio había vuelto a casa, había estado agotado, y para Max eso era suficiente.


Después de regresar de un partido de fútbol y haber disfrutado de un almuerzo al aire libre en el jardín de la casa, Max y Lando se encontraban ahora en el despacho del rubio, relajados, aunque la conversación comenzaba a inclinarse hacia un terreno incómodo para Max. No le gustaba hablar sobre su matrimonio particularmente con nadie, pero Lando no se consideraba "nadie", y por eso preguntaba o comentaba lo que quería, cuando le apetecía, sin detenerse a pensar si estaba cruzando algún límite o no.

Lando no tuvo reparo en tocar el tema nuevamente.

—De verdad, ¿solo querías molestar a tu padre casándote con Checo? Porque, sinceramente, yo te veo muy cómodo en tu "feliz" matrimonio —dijo con una sonrisa burlona, mientras se recostaba más en el sillón, estirando los pies.

Max frunció el ceño. Esas conversaciones con Lando siempre le terminaban molestando, pero, por algún motivo, siempre respondía. En esa ocasión no fue diferente, aunque trató de disimular su incomodidad con un tono más ligero.

—No digas estupideces —respondió, intentando sonar despreocupado.

—En serio, yo pensaba que lo tuyo con Checo sería un chiste de unos meses, y luego lo mandarías a volar. Pero ya van, ¿Qué? ¿casi dos años? con tu capricho —continuó Lando, sin poder contener la risa.

Max soltó un suspiro pesado, irritado por dentro, pero su tono seguía con un aire de broma.

—Así es. Y ya no digas nada sobre eso. Solo, no he encontrado el momento.

Lando se encogió de hombros, pero no pudo evitar seguir con su provocación. —Pues yo digo que ya lo quieres, que lo amas. Es que hasta los ojos te brillan cuando están juntos —Lando sonreía abiertamente, sin captar, o quizás ignorando deliberadamente, la creciente tensión en su amigo.

Max levantó una ceja, y su mirada se volvió algo peligrosa, aunque su tono intentaba mantener la calma.

—¿Ah, sí? —dijo, con una sutil amenaza en su voz—. Pues no sé qué es lo que tú estés viendo, pero no es nada comparado con lo que siento cada vez que lo veo, cada vez que tengo que estar con él.

Lando lo miró, como quien observa a alguien negando una verdad evidente.

—No te creo, querido. El amor no se puede ocultar, y yo te conozco. No me engañas. —Lando lo decía con tono de broma, pero había verdad en sus palabras. Había visto, a lo largo del tiempo, cómo Sergio había entrado en la vida de Max cuál tifón, destruyendo la fachada perfectamente controlada que su amigo siempre había mantenido. —Pero está bien, amigo, está bien —continúo Lando, levantando las manos en señal de rendición—. Solo te digo lo que veo. Pero, ya sabes, aquí estaré cuando decidas admitirlo.

—¿Sabes que eres un idiota, verdad? —espetó Max con un tono cortante—. No tienes ni idea de cuánto aborrezco cómo me siento cuando estoy con él. Estar aquí es como estar atrapado en una jaula, Lando, como si el aire alrededor de mí no fuera suficiente. Me sofoco. —Max se detuvo, apretando la mandíbula, sus ojos brillaban con una mezcla de frustración y duda—. No tienes idea de lo mucho que me tengo que aguantar las náuseas cuando está cerca. Es como si mi propio cuerpo no fuera mío, como si ya no supiera quién soy y no sé cómo volver a ser yo. El solo decir su nombre... No sabes lo que es.

Lando lo miró, desconcertado. Lo que había empezado como una simple broma se estaba convirtiendo en una revelación retorcida. Había visto a su amigo enojado antes, pero esto era diferente. Había algo roto en su voz, algo que Lando nunca había oído antes.

—Y lo peor de estar con él —continuó Max, su voz casi un susurro, como si apenas pudiera soportar escuchar sus propias palabras—, es que siento que me va a estallar el corazón cada vez que no está aquí, conmigo. Cada vez que Sergio no está cerca, es como si algo dentro de mí comenzara a romperse. —Max se pasó una mano por el rostro, como si intentara borrar la vulnerabilidad que acababa de mostrar.

Lando parpadeó, aun procesando lo que estaba escuchando. Lo que en un inicio había comenzado como una burla ligera ahora se había transformado en algo mucho más profundo, más oscuro. Nunca imaginó que los sentimientos de Max por Sergio pudieran ser tan bizarros.

—Pero tú no sabes nada, Lando —dijo Max, sus ojos llenos de una ira que no parecía dirigida a su amigo, sino a sí mismo—. No sabes lo que es tener que esforzarte para no amar a alguien. —Su voz se quebró un poco, pero rápidamente recuperó la compostura—. Odio cómo me siento cuando estoy con él. Este no soy yo. No me gusta tener que necesitarle. Nunca, en mi vida, había necesitado a alguien tanto como le necesito a él. Y lo odio.

—¿Y qué hay de todas esas mujeres con las que te has enredado? —preguntó Lando, dejando escapar la duda que comenzaba a brotar en su mente. Si Max decía querer tanto a Sergio, si su vida giraba alrededor de ese hombre, ¿qué estaba buscando con todas esas otras personas? ¿Por qué ese comportamiento tan contradictorio?

Max soltó una risa amarga, pero no había humor en ella. Su mirada, fría y sombría, se dirigió hacia Lando mientras se recargaba contra el respaldo de la silla.

—No he tocado jamás a ninguna otra persona que no sea Checo —respondió Max, su voz cargada de frustración, como si el mero hecho de plantear esa duda fuera una ofensa. Pero no lo era, era la verdad incómoda que Max se resistía a enfrentar—. No me atrevo, no puedo. —El rubio bajó la mirada, frotándose las manos como si tratara de sacudir algún peso invisible de ellas—. Me siento un poco, solo un poco, como yo mismo cuando estoy rodeado de ellas. Son fáciles de manejar, Lando. Son... simples. No esperan nada de mí. —Su tono era áspero, casi despectivo—. No me exigen. Con ellas puedo tener el control. Pero con Sergio... —suspiró pesadamente—. Con Sergio es distinto. Me rompe, y yo lo dejo.

Lando se quedó en silencio, tratando de procesar lo que su amigo acababa de decirle. La imagen que siempre había tenido de Max como alguien fuerte y seguro se tambaleaba, y en su lugar aparecía este hombre roto, consumido por un amor que parecía devorarlo desde dentro.

—Dime, Lando —susurró Max, con la mirada perdida en el escritorio entre ellos—, ¿qué tengo que hacer para no sentir todo esto?

La pregunta quedó flotando en el aire, pesada y llena de desesperación. A pesar de su carácter burlón y confiado, Lando se encontró completamente sin palabras. Nunca había sido bueno manejando sus sentimientos, y mucho menos los de otros. ¿Cómo podría ayudar a su amigo cuando él mismo no entendía nada del amor?

—Max... —comenzó Lando, pero las palabras se le quedaron atrapadas la garganta. No sabía qué decir. La situación de su amigo lo rebasaba, y eso lo asustaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

Max levantó la cabeza y lo miró a los ojos, esperando algo. Pero Lando solo se encogió de hombros, sintiéndose inútil, incapaz de proporcionar consuelo.

—Yo... no sé, hombre. No sé qué decirte. —Hizo una pausa, tragando saliva de nuevo, sintiendo la presión del momento como un peso en el pecho—. Solo... dile, dile lo que sientes, antes de que alguien con mucho menos amor lo haga.

FALSO • CHESTAPPEN •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora