La mano de Elíseo

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La mano de Elíseos

(2024)

Edgar Polanco

Hará cosa de un año, cuando me encontraba yo y unos amigos de liceo bebiendo ginebra y contando las historias más espeluznantes del sur de la Bretaña francesa, fumábamos y hablamos de literatura, pintura y esencia erótica, lo que suele ocurrir en reuniones de jóvenes en antaño. De pronto la puerta se abrió de par en par, y hacía parado él con algo extraño en sus manos, lo que parecía ser, valga la redundancia, otra mano, su entrada como tornado en el desierto hizo en mí caer la copa de una deliciosa ginebra que definitivamente no me gustaba. Su caída proporcionó en mí una felicidad inmediata y, por tanto, risas maquiavélicas.
—¡He aquí su servidor! Y en este acto les traigo la más increíble presencia, le llamó: La mano.
Dijo él, exaltado por su discurso en vano, algunos mostraron asco y otros risas, mientras yo miraba desde atrás.
—Adivinar ustedes de dónde vengo.
—Apostaría que de los Campos Eliseo, responde uno.
—No, estás demasiado contento, acabas de cobrar una deuda y saliste de un lujoso cabaret en el centro de París, debe ser eso. Añade otro.
—¡Vienes de un bar en Belfast! Maldito irlandés de raíz criado en Bretaña.
—Se equivocan rotundamente, vengo de A... en Le Havre, donde fui a pasar siete días y de donde traigo este amado amuleto carnoso y vívido.
Tras esas palabras, alzó La mano y la mostró a todos, enfocada por la luz de un gran candelabro posado en el techo. Aquella mano horrible perteneciente a un difunto, quizá maldita.
—¡Su atención es necesaria!, dijo mi amigo, el otro día me encontraba en lo que solía ser un bar gitano, donde las profecías volaban y la gente moría, un anciano del campo me condujo hasta su puesto y me brindó cobijo por un corto momento, para así ofrecerme su gran venta, o regalo. No ni más ni menos que La mano de Elíseos, aquel hombre corpulento del pasado, admirado por muchos y odio por otros tantos, se decía que era su mano, perfectamente conservada. Según cuenta la leyenda, viajó a Oriente y al Norte de África solo por diversión y alcohol.
—¿Pero qué vas a hacer con esa horrible mano?, exclamamos nosotros.
—Ya lo verán, con esto ahuyentaré a los más feroces criminales que persiguen mis pasos.
—Querido amigo, le dijo Flaubert, un francés muy alto y delgado, creo que esa mano es carne con forma, te aconsejo yo deshacerte de ella.
—Nada burlas, caballeros, dijo con la mayor seriedad posible en él. Y tú, si me permites decir, despójate de esa mano y dale un entierro honorable, no vaya a ser que su propietario la quiera devuelta consigo; además, vete a saber si esa mano no tenía malas costumbres, tal vez las puedas heredar, como las deudas.
—El que bebió, beberá, añadió el anfitrión, Llopis, cansado de aquella conversación, acto seguido dar un gran vaso de ginebra al de La mano de Elíseos, que cayó repentinamente bajo la mesa.
La ocurrencia fue acogida entre risas e informalidades, y el innombrable alzando su copa y dudando con la mano, dijo:
—Bebo por la próxima visita.
Al día siguiente y como pasaba delante de su puerta, me surgió la idea de solo saludar a mi amigo, entré a su casa, eran las cinco de la tarde, y lo encontré fumando y leyendo cuentos de terror.
—¿Cómo estás?, le dije.
—Muy bien, me respondió.
—¿Y tu mano?
—Has debido verla en mi portal, donde la puse ayer noche cuando volví. Pero a propósito, algún imbécil, para jugarme alguna pasada, ha tirado de la campana toda la noche, he preguntado quién había allí, y nadie lo supo, solo volví a acostarme y a dormir.
En ese momento llamaron, era el Propietario de la casa, personaje grosero y muy impaciente, que entró sin saludar.
—Señor, le dijo a mi amigo, le ruego que quite inmediatamente la mano que ha colgado en el portal, porque en otro caso, me verá obligado a echarle.
—Caballero, repliqué muy serio, está usted insultando a una mano que no lo merece, ha de saber que perteneció a un hombre muy peligroso.
El Propietario dio media vuelta y salió como había entrado. Fui tras sus pasos, descolgó la mano y la ato a la campana que colgaba en su alcoba.
—Así está mejor, dijo; esta mano, como el "morir habrá" de los trapenses, me hará pensar en cosas serias todas las noches al acostarme.
Al cabo de unas horas, le dejé y volví a mi domicilio. Dormí esa noche, estaba agitado y nervioso; varias veces me despertaba de sobresalto, y hubo un momento donde incluso imaginé que un hombre había entrado a mi casa y me levanté para mirar los armarios y debajo de la cama; por fin, hacia las seis de la mañana, cuando empezaba a dormirme, cuando un violento propinado en mi puerta me hizo saltar del lecho; era el criado del Propietario, que venía a medio vestir, pálido y tembloroso.
—¡Ay, señor!, exclamó sollozando, han asesinado a mi pobre amo.
La casa estaba llena de gente, era un movimiento incesante, se agitaban, contaban y comentaban el suceso de mil maneras distintas. A duras penas conseguí llegar al dormitorio, la puerta estaba custodiada, dije mi nombre y me dejaron entrar. Había tres agentes de policía de pie en el centro, con un cuaderno en la mano; analizaban todo, hablaban en voz baja de vez en cuando y tomaban notas; dos doctores hablaban junto a la cama sobre la que el propietario estaba tendido. Estaba muerto, tenía un aspecto terrible. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, sus pupilas dilatadas parecían estar clavadas con un espanto indecible en algo terrorífico y desconocido, sus dedos estaban crispados, su cuerpo a partir de la barbilla se hallaba cubierto con una sábana que yo levanté. Llevaba en el cuello marcas de cinco dedos que se habían hundido profundamente en la carne, y algunas gotas de sangre manchaban su camisa. En ese momento algo me sorprendió, una cosa: miré por azar la campana de su alcoba, y la mano ya no estaba. Los médicos se la habían llevado. Sin duda para no impresionar a las personas que entrasen en el cuarto del fallecido, porque la mano era realmente horrible. No pregunté que se había hecho de ella.
Recorté al otro día el informe publicado por la policía en el periódico, donde podía leerse:
Ayer se cometió un horrible asesinato, el señor, Propietario de casa, fue asesinado violentamente, pertenece a una de las mejores familias de la Bretaña francesa. El señor había vuelto a su aposento, se despidió de dos jóvenes residentes y por la noche casi madrugada, sucedió lo peor. Una campana se agitaba con furia, estuvo callada un minuto, luego empezó de nuevo con tal fuerza que todos fueron despertados esa noche; el portero despertado por el criado del Propietario por tal terrorífico e inusual sonido, se dirigió para avisar a la policía, y al cabo de un cuarto de hora, dos agentes echaban la puerta abajo. Un espectáculo horrible se ofreció a sus ojos, los muebles yacían derribados, como cuál huracán, todo indicaba que entre la víctima y el malhechor se había producido una lucha terrible. En el centro de la habitación, de espaldas, con los miembros rígidos, la cara lívida y los ojos espantosamente dilatados, yacía sin movimiento el pobre Propietario..., que llevaba en el cuello las huellas profundas de cinco dedos. El informe del doctor, llamado inmediatamente, dice que el agresor debía estar dotado de una fuerza prodigiosa y de tener una mano extraordinariamente flaca y nerviosa, porque los dedos que dejaron en el cuello como cinco agujeros de bala casi se habían juntado a través de las carnes.
Al día siguiente, en el mismo periódico se leía:
El señor Propietario..., víctima del espantoso asesinato que ayer contábamos, ha sido llevado a su tierra natal tras horas de exhaustivas revisiones; aun así se sigue sin haber pistas del culpable.
En efecto, el pobre Propietario estaba loco; durante siete meses mi amigo y yo fuimos a verle todos los días al hospicio donde permanecía para estudios más profundos, pero no recuperó ni una pizca de cordura y por sobre todo el agresor estaba desaparecido totalmente.
Como él era solitario y tras el final de sus estudios por parte de los doctores, mi amigo y yo nos ofrecimos a llevar su cuerpo a la pequeña aldea en Bretaña, donde estaban enterrados sus padres. De ese mismo pueblo, venía la noche en que nos había encontrado bebiendo ginebra en casa de uno de los tantos amigos, y en que la mano fue presentada por el que ahora me acompañaba al entierro del fallecido por su propio descubrimiento. Su cuerpo fue encerrado en un ataúd de plomo, y dos días después paseaba yo tristemente por el cementerio donde cavaban su tumba.
Hacía un tiempo excepcional, el cielo completamente azul derramaba su luz a la tierra; los pájaros cantaban en las zarzas del talud donde muchas veces, yo y mi amigo, habíamos ido a comer moras. Creía estar viéndole escapar a lo largo de la tapia y colarse por el pequeño agujero que yo conocía de sobra, allá lejos, en el extremo del terreno donde se entierra a los pobres; luego volvíamos a casa, con las mejillas y los labios morados del jugo de las moras que habíamos comido; y miré las zarzas, estaban cubiertas de moras, cogí una de forma mecánica y me la llevé a la boca; y yo oía al final la azada de los enterradores cavando la tumba. Repentinamente, nos llamaron, mi amigo y fuimos a ver qué querían de nosotros.
Habían encontrado un ataúd, saltaron la tapa de un golpe de azada, y entonces vimos un esqueleto desmesuradamente largo, tumbado sobre la espalda, que con su ojo hueco aún parecía mirarnos y desafiarnos; sentí malestar, no sé por qué, tuve miedo.
—Vaya, exclamó uno de los hombres, fíjense, este granuja tiene una muñeca cortada, ahí está la mano.
Y recogió junto al cuerpo una gran mano que nos presentó.
—Cuidado, dijo el otro riendo, parece que nos mira y que va a saltar a nuestro cuello para que le devuelvas la mano.
—Vamos, amigos míos, dijo mi amigo, dejen a los muertos en paz y cierren otra vez el ataúd, cavaremos en otra parte la tumba del pobre señor Propietario.
Al día siguiente todo había terminado y tomé el primer tren a París después de haber dejado setenta francos a un viejo cura para misas por el descanso del alma de aquel, cuya sepultura habíamos turbado de aquella manera.

Inspirada:

La mano disecada

(1875)

Guy de Maupassant

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