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La familia Uriarte se acomodó en una de las mesas más elegantes del bar del campamento, donde los rayos del sol entraban por los ventanales iluminando la madera brillante del mobiliario. Valentina tamborileaba los dedos sobre la mesa con impaciencia, mientras que sus padres intercambiaban miradas de complicidad que ella no tardó en notar.
─¿Qué les pasa? ─preguntó, arqueando una ceja.
Galia sonrió con dulzura, pero fue Franco quien decidió ir directo al grano.
─Hija, pensamos que sería una buena idea que te quedes en el campamento estos días.
Valentina parpadeó, tratando de procesar las palabras de su padre.
─¿Qué? ─soltó una pequeña risa incrédula─. No, ni en pedo.
─Valentina... ─suspiró Galia─. Es una oportunidad para que te integres, para que empieces a conocer a tus compañeros antes de empezar el colegio.
─Pero si los puedo conocer después ─protestó ella, cruzándose de brazos─. Papá, decime que es una broma.
Franco negó con la cabeza, y Valentina dejó escapar un gruñido de frustración justo cuando Joaquín, el mesero, se acercó con una sonrisa despreocupada y una libreta en mano.
─Buenas, familia. ¿Qué van a pedir?
Galia le sonrió con cortesía, pero Valentina apenas le dirigió una mirada fugaz antes de volver a concentrarse en sus padres.
─No me pueden hacer esto.
─Va a ser bueno para vos, Valen ─insistió Franco─. Un poco de independencia, un poco de aire fresco...
─¿Independencia? ─se rió sin humor─. ¿Qué independencia si ustedes me están obligando?
─Dale, hija. ¿Qué es lo peor que puede pasar? ─Galia le acarició el brazo con suavidad─. Vas a estar bien.
Valentina dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla con frustración, pero ya conocía esa mirada de su madre. No había manera de hacerlos cambiar de opinión.
─Esto es una cagada... ─murmuró, y acto seguido sacó su celular del bolsillo.
Joaquín, que había estado esperando pacientemente, levantó una ceja.