La sombra

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La oscuridad corrompía los cielos, la noche llegaba ansiosa, trayendo consigo la incesante promesa del miedo. Una terrible ventisca golpeaba los tejados e inundaba Perm con su nívea marejada, dejando en el paso cúmulos enteros de hielo que devoraban con gélidas fauces el poco calor en el aire. Más allá de la nieve, más allá de las zonas concurridas, en un punto más profundo de la urbe se reencontraban el oficio y la emotividad; un callejón que unía precariamente dos avenidas del suburbio, donde se daban cita los gatos callejeros para disfrutar de una cena abundante servida por la huésped del piso primero, amontonados entre viejos escritorios, máquinas de escribir descompuestas y juguetes infantiles en penoso estado. Era un rincón polvoriento y hacinado del arrabal, un tiradero donde se intercedían el deber y la faena con los sentimientos y la trivialidad del pasado. Los trastos eran enterrados por la cellisca, y poco de ellos quedaba a la vista.

En esos momentos, bajo los expectantes astros, una figura de ropajes oscuros se adentró en el angostillo con sumo cuidado, discreta, sin dejarse oír por nada más que la sombra, la sombra que no le pertenecía a ella, la sombra que aguardaba su regreso en aquel tenebroso escondite. La joven se detuvo, mientras la pañoleta roja se sacudía en plena brisa helada. Se contuvo unos segundos para contemplar hacia la penumbra, en ese punto exacto donde ésta era interrumpida por un ser opaco que se acobijaba en la lobreguez nocturna.

—Ya era hora de que aparecieras—le reclamó una voz gruesa y firme, proveniente de la penumbra.

La chica, más inflexible que nunca, respondió con enojo:

—¡Claro! ¡Es mi culpa que ese montón de soldados me estuvieran persiguiendo! Dijiste que tardarían más tiempo en encontrarnos...—fue interrumpida.

—Te dije que nos encontrarían, punto. No te di un plazo exacto, solo cumplí con advertírtelo, niña.

—¿Ah, sí? ¿y qué haces aquí agazapado mientras yo lucho tus batallas?—le interpeló la chica, burlándose de su interlocutor.

—Luchar... Ni siquiera te has visto en la necesidad de hacerlo, Anastasia—le contestó la sombra.

Se quedó en silencio, otorgándole eso al individuo, puesto que ciertamente ella no había enfrentado a ningún perseguidor. Al contrario, quien había estado ocultándose los últimos días era ella y solo ella.

—¿Qué deberíamos hacer?—preguntó Nastia, ya calmada.

—Lo que siempre hacemos...—respondió reservado el ente sombrío—Apenas tengamos la chance, nos iremos de esta ciudad.

—Yo...—cavilaba la joven, pensativa—no sé si quiera irme...

Unos ojos ambarinos brillantes situaron las miradas en su tez, y en un santiamén se toparon con la lustrosa cadena plateada oculta bajo la bufanda. La contemplaban graves y amenazantes, al tiempo que le reprochaba la voz del hombre por negarse a lo único razonable.

—El que está aquí no es cualquiera, Anastasia ¿tenemos a Dmitriy pisándonos los talones y tú quieres quedarte aquí solo por un muchacho?—le reprobó, dirigiéndose indirectamente a la prenda que, efectivamente, le había sido obsequiada por un mozo.

—¡ESO NO TE INCUMBE!—gritó furiosa, a tal nivel que los perros en las cercanías comenzaron a ladrar alarmados en frenesí. El escándalo era de magnitudes sinfónicas, y más temprano que tarde empezó el efecto en cadena en el vecindario.

—Vaya que eres caprichosa, pequeña—la sombra salió de la oscuridad, dejando ver a un hombre alto y esbelto, de piel bronce y cabellos castaños. Sus ropas, completamente casuales e incoherentes con la temperatura estaban cubiertas de escarcha en proceso de derretirse. Se sacudió la poca que quedaba en la camisa y la chaqueta arremangada y observó a Nastia, que miraba al suelo desconsolada—. Imagino que habrás dejado tus cosas en ese orfanato, así que te daré una oportunidad para regresar rápido y volver conmigo para partir.

Hunter's Moon: Blood pactDonde viven las historias. Descúbrelo ahora