1. El despertar de alexander

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En el corazón de un invierno brutal, en los vastos territorios de Rusia asolada por la guerra, Alexander Nikolaevich Hell, un joven prodigio y ferviente creyente de la Rusia Blanca, se encontraba frente a la catedral de un pueblo destruido. La nieve caía sin piedad, y los escombros de lo que alguna vez fue un símbolo del poder espiritual ruso se mezclaban con el polvo del conflicto. A su alrededor, los sonidos de la guerra civil rugían como una bestia indomable. El Ejército Rojo, los bolcheviques, habían sembrado el caos, y el Movimiento Blanco luchaba por preservar lo que quedaba de la Rusia Imperial, su cultura, y la fe ortodoxa.

Alexander, un qwaser poderoso, se había visto envuelto en la guerra no por mera casualidad, sino por destino. Criado con una profunda devoción por la fe ortodoxa y la tradición rusa, se sentía obligado a defender el imperio y restaurar el orden divino en su patria. Portador de un don único, su control sobre el hierro le había otorgado fama entre los blancos. Pero no era solo su poder lo que lo distinguía, sino su firme convicción en la restauración de una Rusia imperial, libre de la corrupción y las mentiras de los bolcheviques.

Mientras ajustaba los guantes de su uniforme blanco, símbolo de la causa que defendía, Alexander miró hacia el horizonte. Sabía que la guerra no era solo física; era también una guerra espiritual. "La verdadera Rusia no es la que los bolcheviques quieren imponer," pensó, "sino la que resiste en el corazón de cada hombre que aún cree en el zar, en la fe, y en la madre patria."

Esa tarde, Alexander se unió a su unidad, la Guardia Blanca, liderada por el general Anton Denikin. Denikin, un comandante astuto y veterano de las campañas militares del zar, había oído hablar de Alexander y de su extraordinaria habilidad. Lo había convocado para liderar una ofensiva crucial en el frente sur, en un intento por retomar una ciudad clave en manos bolcheviques. Para Denikin, Alexander no era solo un soldado, sino un símbolo de esperanza, una representación del espíritu indomable del viejo imperio.

—Alexander Nikolaevich, —dijo Denikin, mientras revisaba los mapas de la operación en una tienda militar improvisada—. La ciudad de Tsaritsyn es el siguiente objetivo. Si la retomamos, cortaremos las líneas de suministro del Ejército Rojo y debilitaremos su ofensiva. Necesito que lideres el ataque principal. Sé que tu don puede inclinar la balanza a nuestro favor.

Alexander asintió, sabiendo que esta misión sería decisiva. No solo por el valor estratégico de la ciudad, sino porque dentro de ella se encontraba una fortaleza bolchevique, custodiada por uno de los comandantes más temidos del Ejército Rojo: Leonid Trotsky, un hombre despiadado con una lealtad fanática a la causa comunista.

La víspera del ataque, Alexander se arrodilló en la capilla de campaña, frente a un ícono de la Virgen María. Rezó en silencio, pidiendo fortaleza no solo para él, sino para sus hombres. En su corazón ardía el deseo de restaurar el orden, de derrotar a los traidores que habían traicionado al zar y a la madre Rusia.

—Madre de Dios, —murmuró—. Dame la fuerza para purgar nuestra tierra de aquellos que han profanado tu nombre. Que mi mano, guiada por la justicia, traiga de vuelta la paz a esta tierra.

Al día siguiente, el amanecer llegó, teñido de rojo por el reflejo de los cañones. Alexander lideró a sus hombres, avanzando hacia Tsaritsyn. El estruendo de la artillería llenaba el aire, pero en el corazón de Alexander, solo había calma. Mientras el enemigo se acercaba, levantó su mano derecha y, con un simple gesto, el metal de las armas enemigas comenzó a retorcerse y desintegrarse. Los soldados bolcheviques, sorprendidos y aterrados, retrocedían mientras el ejército blanco avanzaba imparable.

El combate era feroz, pero Alexander, con su dominio del hierro, creó barreras impenetrables y desarmó a cientos de enemigos con su sola voluntad. Sin embargo, la batalla no sería fácil. Trotsky había preparado una trampa, y una fuerza de élite comunista, armada con artillería pesada, emergió desde las colinas para rodear a los blancos.

Fue entonces cuando Alexander, agotado pero imperturbable, se concentró en su poder una vez más. Canalizó toda su energía en un último esfuerzo. Las balas de los bolcheviques se convirtieron en polvo, y los tanques que habían sido desplegados se detuvieron al instante, sus motores colapsando bajo la manipulación de Alexander.

La batalla por Tsaritsyn terminó con una aplastante victoria blanca. Alexander había demostrado no solo su poder, sino su lealtad y devoción a la causa. Mientras los soldados blancos levantaban la bandera del zar sobre la ciudad recuperada, Alexander se dirigió al cuartel general de Denikin.

—General, la ciudad es nuestra —anunció, su voz tranquila pero cargada de determinación.

Denikin sonrió, una sonrisa amarga pero agradecida. Sabía que esta victoria no garantizaba el fin de la guerra, pero era un paso crucial.

—Buen trabajo, Alexander. Pero la guerra aún está lejos de terminar. La lucha por la verdadera Rusia recién comienza.

Alexander asintió, sabiendo que su camino apenas comenzaba. La victoria en Tsaritsyn era solo el inicio de una larga cruzada por la restauración de Rusia. Con la bendición de la fe ortodoxa y el poder de su qwaser, estaba decidido a llevar la causa del Movimiento Blanco hasta el final, hasta ver restaurado el orden imperial y cristiano en su amada patria.

 La cruzada blanca Where stories live. Discover now