Capitulo 2 La Sombra Del enemigo

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La nieve caía con fuerza sobre el recién conquistado Tsaritsyn, cubriendo las cicatrices de la batalla y silenciando los ecos de los cañones. Sin embargo, la ciudad estaba lejos de ser pacífica. Aunque el ejército blanco había logrado una importante victoria, los rumores sobre una inminente contraofensiva bolchevique llenaban el aire. En el cuartel general del general Denikin, la atmósfera era tensa.

—Alexander Nikolaevich, he recibido informes de que los bolcheviques están movilizando refuerzos desde el norte —dijo Denikin, su rostro reflejando preocupación—. Trotsky no se retirará sin pelear. El Comité Militar de Moscú está decidido a recuperar esta ciudad.

Alexander permaneció en silencio, analizando la situación. Sabía que Trotsky no era un hombre que aceptara la derrota fácilmente. Tras la victoria en Tsaritsyn, los blancos habían ganado terreno, pero estaban lejos de poder cantar victoria en la guerra civil. El enemigo era astuto y despiadado, dispuesto a todo para consolidar su poder en Rusia.

—¿Qué sugieres, general? —preguntó Alexander, cruzando los brazos mientras observaba el mapa extendido sobre la mesa.

—Debemos anticiparnos. Si los informes son correctos, Trotsky está reuniendo una fuerza de élite, compuesta por la Guardia Roja y varias brigadas internacionales. Si no actuamos rápido, Tsaritsyn caerá de nuevo en sus manos —Denikin se inclinó sobre el mapa, señalando un área estratégica al noreste de la ciudad—. Aquí, en las afueras del río Don, hay un cruce importante. Si lo defendemos, podríamos detener su avance y ganar tiempo para reforzar nuestras posiciones.

Alexander asintió lentamente. Sabía que esta misión sería aún más peligrosa que la batalla anterior. Las fuerzas de Trotsky eran implacables, y cualquier error podría significar la destrucción de lo que habían logrado. Sin embargo, en su interior, el fuego de la fe y la convicción seguía ardiendo.

—Lideraré el ataque, general. Pero necesito a los mejores hombres para esta misión. No podemos permitirnos errores.

Denikin lo miró con seriedad, admirando la firmeza del joven qwaser. Alexander no solo había demostrado su valor en batalla, sino que su lealtad inquebrantable y su capacidad para inspirar a los demás lo habían convertido en un símbolo del Movimiento Blanco. Sin decir una palabra más, Denikin asintió, sabiendo que la única esperanza de detener a los bolcheviques radicaba en la fuerza de Alexander.

Horas más tarde, Alexander se encontraba al frente de una columna de soldados de élite blancos, avanzando hacia el cruce del río Don. La nieve hacía difícil el avance, pero el silencio que envolvía el paisaje les brindaba una ventaja. El enemigo aún no sabía de su movimiento.

Cerca de la medianoche, llegaron al cruce. Los soldados se prepararon para el combate, cavando trincheras y posicionando artillería ligera en puntos estratégicos. Alexander, como siempre, se mantenía en calma. Sabía que en cualquier momento, el enemigo aparecería.

—Alexander, hemos avistado movimientos al otro lado del río —informó uno de sus tenientes, con los ojos llenos de inquietud—. Parecen ser tropas bolcheviques, y son muchas.

Alexander caminó hacia la orilla, observando las sombras que se movían a lo lejos. Estaban allí, más de lo que esperaban. Pero en su mente, no había lugar para el miedo. Él no estaba solo. Su fe lo acompañaba, y sabía que el destino de Rusia dependía de su victoria.

—Manténganse firmes —ordenó Alexander a sus hombres, mientras se posicionaba al frente de las tropas. Levantó su mano derecha, y con un ligero gesto, sintió el poder fluir a través de él. El hierro en las armas de sus enemigos empezaba a temblar.

En ese momento, el primer disparo resonó. Los bolcheviques, liderados por la Guardia Roja, iniciaron su ataque. Pero Alexander estaba preparado. El sonido de los disparos fue ahogado por el chasquido del metal cuando sus enemigos vieron cómo sus armas se desmoronaban en sus manos. La confusión se apoderó de las filas bolcheviques.

—¡Ahora! —gritó Alexander, y sus hombres respondieron con furia.

El combate fue intenso. Los bolcheviques, aunque desarmados, no retrocedían. Utilizaban bayonetas y cualquier herramienta a su alcance para intentar avanzar. Pero los soldados blancos, bajo el liderazgo de Alexander, no cedían terreno. Con cada movimiento de su mano, Alexander controlaba el campo de batalla, convirtiendo el hierro y el acero en armas a su favor. La nieve se teñía de rojo mientras el conflicto se intensificaba.

En medio del caos, Alexander se encontró cara a cara con un soldado bolchevique, un joven apenas mayor que él, que lo miraba con una mezcla de miedo y odio. El soldado levantó una bayoneta improvisada, y por un instante, Alexander vio en sus ojos la desesperación de un pueblo dividido por la guerra. No obstante, su convicción era más fuerte.

—Tu lucha es en vano, camarada —dijo Alexander fríamente, mientras desarmaba al joven con un gesto rápido de su mano—. La verdadera Rusia no caerá bajo el yugo comunista.

El joven cayó de rodillas, derrotado, mientras Alexander avanzaba hacia el núcleo de la ofensiva bolchevique. Los refuerzos del Ejército Rojo habían sido neutralizados, y los blancos, fortalecidos por su fe y el liderazgo de su qwaser, habían ganado una ventaja decisiva.

Al amanecer, el cruce del río Don seguía en manos de los blancos. Los bolcheviques habían sido repelidos, y el avance hacia Tsaritsyn, detenido. Alexander, cubierto de nieve y sangre, miró el campo de batalla con una mezcla de satisfacción y cansancio.

—La victoria es nuestra, pero la guerra aún no ha terminado —dijo, mientras sus hombres celebraban a su alrededor.

Sabía que esto era solo una batalla más en una guerra que parecía no tener fin. Pero mientras el sol se levantaba sobre el río Don, Alexander juró que no descansaría hasta que Rusia, la verdadera Rusia, fuera restaurada.

 La cruzada blanca Where stories live. Discover now