Esta historia es algo que me costó creer, pero uno de los implicados, temblando de terror al recordarlo me lo contó.
"Era un día encapotado y húmedo, lleno de corrientes frías cuando La Bailarina zarpó. Era un barco faenero. Sus tripulantes éramos modestos trabajadores que no podíamos permitirnos esperar a que el tiempo cambiara. Diez hombres que amábamos la mar, y solo esperábamos, como en cada ocasión, que la mar nos devolviera un poco de ese amor dándonos una faena tranquila.
Nos pusimos a trabajar entre gritos, anzuelos, cebo, redes y correr de un extremo del barco a otro, hasta que, todo se detuvo. De repente, la lluvia cesó, incluso las gotas que habían caído al mar se quedaron estáticas, el viento se paró de golpe; solo la oscuridad de la noche pareció aumentar junto al frio, un frio gélido que calaba hasta los huesos, que pinchaba los músculos y robaba hasta el último calor que pudiera tener un cuerpo. Algunos intentaban darse calor con el aliento en las manos, pero no salía nada, ni calor, ni vaho, nada.
Un gran ruido nos hizo mirar a estribor. A lo lejos vimos una isla, poco más grande que un islote, casi indivisible en esa oscuridad agobiante. Empezamos a preguntarnos entre susurros, ninguno recordaba que esa isla estuviera allí. El silencio se volvió atronador. Pasado un rato, fue el segundo de a bordo el que se dio cuenta de que la isla se movía, y nos alertó de ello. Al fijarme bien, pude ver un temblor, pero más bien, daba la sensación de que se estaba desperezando. Todos al unisonó, casi como si lo hubiéramos ensayado, nos frotamos los ojos; y al abrirlos nos quedamos helados. Como si una mano gigantesca y gélida nos agarrase de las entrañas y nos impidiera movernos.
Una enorme criatura se levantó hasta ponerse de pie. Con una piel apergaminada y arrugada que era iluminada por la luz de la luna llena, unas piernas huesudas, deformes, llenas de bultos y arqueadas, unos brazos desproporcionalmente largos, tanto que se le hundían en el agua, una joroba de la que sobresalía la columna. Pero lo peor y lo que hizo que soltara un grito ahogado fue su cara, una cara con una boca muy grande con forma de embudo llena de dientes afilados, unos montados sobre otros y que no paraban de rechinar; sus ojos lechosos y agrietados, como de cristal roto miraban fijamente el barco.
La tormenta volvió, y un relámpago especialmente cegador nos hizo cerrar los ojos; y al abrirlos ese monstruo ya no estaba. Tampoco la isla. La tempestad había amainado hasta convertirse en una tranquila y relajante lluvia.
Cuando los tripulantes de La Bailarina contamos lo que habíamos visto, nos tomaron por locos."
Cuando le pregunté al marinero por qué me lo contaba, dijo que necesitaba que quedara constancia de lo que paso esa noche, ya que él era el siguiente. Dos días después lo encontraron muerto en su piso, aparentemente de un ataque al corazón. Pero algunas lenguas dicen que murió de miedo, como todos los tripulantes de La Bailarina, uno detrás de otro.