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Los recuerdos de la infancia suelen volverse borrosos con el tiempo, perdiendo detalles hasta quedar como imágenes sueltas en la memoria.
Sin embargo, para Haechan, esos primeros años seguían siendo nítidos, llenos de luz y de momentos felices que nunca parecían desvanecerse. Recordaba con claridad los días de juegos interminables, las risas que llenaban el aire y la sensación de que nada malo podía pasar.
En el centro de todos esos recuerdos estaba siempre el mismo niño: Mark. De alguna manera, su presencia había sido una constante desde el principio, como si siempre hubiera estado destinado a formar parte de su vida.
Desde el primer día, sin necesidad de grandes gestos ni explicaciones, se había convertido en alguien imprescindible.
Se conocieron cuando tenían apenas cinco años, durante una tarde de verano en la que sus familias organizaron una parrillada en el parque del vecindario. En ese entonces, ambos eran hijos únicos y sus padres, que vivían a pocas casas de distancia, se habían hecho amigos casi por inercia.
Haechan, con su energía inagotable, corría por el césped con una pelota de fútbol, buscando con la mirada a alguien con quien jugar. Sus padres le habían dicho que otro niño estaría allí ese día, pero no sabía qué esperar.
Cuando finalmente lo vio, Mark estaba sentado sobre una manta, observando en silencio cómo su madre terminaba de acomodar los platos. Parecía más tranquilo, más reservado, pero algo en él le llamó la atención. Sin pensarlo demasiado, Haechan se acercó y, sin decir una sola palabra, le lanzó la pelota.
-¡Vamos a jugar! -exclamó con una sonrisa de oreja a oreja.
Mark parpadeó, sorprendido, pero no tardó en ponerse de pie y seguirle el ritmo. No intercambiaron más palabras en ese momento, pero no hizo falta. Durante toda la tarde, corrieron de un lado a otro, pateando la pelota sin preocuparse por quién ganaba, riendo cada vez que uno tropezaba o fallaba un pase.
Desde ese día, su amistad creció de manera natural, como las flores en primavera. Las tardes de juego se volvieron parte de su rutina, y con cada día que pasaban juntos, Haechan descubría algo nuevo en su amigo. Mark, aunque al principio era más tranquilo y reservado, tenía una imaginación desbordante, y pronto Haechan entendió que sus juegos no se limitarían a una simple pelota de fútbol.
A menudo se aventuraban al bosque cercano a sus casas, que para ellos no era solo un grupo de árboles y senderos, sino un reino mágico lleno de criaturas fantásticas. Mark inventaba historias sobre dragones que vivían en cuevas ocultas, mientras que Haechan, siempre el más inquieto, lideraba expediciones en busca de tesoros perdidos. En sus mentes infantiles, el mundo se volvía inmenso y estaba lleno de posibilidades.
Había un claro en el bosque donde siempre terminaban después de una tarde de exploración. Bajo la sombra de un gran roble, se sentaban a comer los bocadillos que sus madres les preparaban. Mark, con su calma natural, solía mirar al cielo y hacer preguntas que solo un niño podría pensar, como si las estrellas, incluso de día, pudieran estar observándolos en secreto. Haechan, en cambio, siempre tenía una broma lista, algo que lograba sacarle una sonrisa a su amigo incluso en los momentos más tranquilos.
-¿Te imaginas que los árboles pudieran hablar? -preguntó Mark una tarde, masticando un sándwich.
Haechan lo miró con los ojos entrecerrados, fingiendo estar profundamente concentrado. -Yo creo que sí, pero solo cuando no los estamos mirando. Seguro están chismeando sobre nosotros en este mismo momento -dijo con aire conspirativo.
Mark soltó una risa suave, algo que Haechan siempre disfrutaba escuchar. Le gustaba hacer reír a su amigo, porque a veces tenía la sensación de que Mark guardaba mucho dentro de sí, como si su cabeza estuviera llena de pensamientos que no siempre compartía. Pero cuando Haechan lograba sacarlo de su burbuja, sentía que todo valía la pena.
Con el tiempo, los juegos fueron cambiando. Si no estaban en el bosque, entonces el callejón detrás de sus casas se convertía en su patio de recreo. Construían fortalezas con cajas de cartón, creaban mundos enteros con palos y piedras. En esos mundos imaginarios, ellos eran los héroes, los guerreros que defendían su reino de invasores invisibles.
Durante el invierno, cuando las tardes se acortaban y el frío empezaba a calar, no había nada más emocionante que las primeras nevadas. Cuando el suelo se cubría de blanco, ambos salían corriendo al exterior, con bufandas demasiado largas y gorros que apenas les dejaban ver. Mark, siempre algo más precavido, prefería construir muñecos de nieve meticulosamente detallados, mientras que Haechan, con su energía inagotable, se dedicaba a lanzarle bolas de nieve a su amigo cada vez que tenía oportunidad.
-¡No vale, Haechan! ¡Ni siquiera me diste tiempo! -gritaba Mark, cubriéndose con las manos mientras trataba de esquivar el siguiente ataque.
Haechan reía, lleno de una felicidad contagiosa. -¡La vida no te da advertencias, Mark! ¡Tienes que estar siempre listo!
Por supuesto, Mark terminaba uniéndose a la batalla, y los dos pasaban horas corriendo por el jardín, esquivando y lanzando nieve hasta que sus madres los llamaban para entrar y calentarse con chocolate caliente.
A medida que crecían, sus intereses comenzaron a cambiar, pero su amistad nunca se debilitó. Haechan se enamoró del dibujo, pasando horas frente a un pequeña mesa que le regalaron en Navidad, mientras que Mark encontró su pasión por las historias. Le encantaba leer y escribir, y a menudo compartía con Haechan pequeños cuentos que inventaba en su tiempo libre.
Una tarde, Mark llegó emocionado con una libreta en la mano. -He escrito una historia sobre dos chicos que descubren un portal mágico en el bosque -dijo, con una mezcla de timidez y orgullo.
-¡Eso suena genial! -respondió Haechan, entusiasta-. ¿Podemos ser nosotros los protagonistas?
Mark sonrió y asintió. Desde ese momento, comenzaron a crear mundos juntos, donde la realidad y la fantasía se mezclaban en una danza interminable de imaginación.
Sin embargo, no todo era perfecto. Como en cualquier amistad, hubo desacuerdos, peleas pequeñas y tontas que a veces surgían por cosas sin importancia, como quién tendría el turno de ser el "líder" en sus juegos. Pero al final del día, siempre se reconciliaban, sabiendo que, por encima de todo, se tenían el uno al otro.
El paso de los años trajo consigo cambios inevitables. La infancia, con su inocencia y simplicidad, comenzó a desvanecerse mientras se acercaban a la adolescencia. Pero los lazos que habían formado durante esos primeros años se mantenían fuertes, y aunque el futuro les deparaba desafíos, en el fondo ambos sabían que siempre encontrarían el camino de regreso al otro.
Porque, al final, sus vidas estaban entrelazadas de una manera que ni siquiera ellos comprendían del todo. Haechan y Mark eran, sin duda, dos almas conectadas, aunque en ese momento aún no pudieran verlo con claridad.