𝓟𝓻𝓸𝓱𝓲𝓫𝓲𝓭𝓸

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Oikawa y Kuroo se conocían desde que tenían memoria, criados juntos en los rincones sombríos del inframundo. Kuroo, hijo de la mano derecha del rey demonio, siempre había sido consciente de su responsabilidad, el peso de su linaje reposando sobre sus hombros. Oikawa, en cambio, era el hijo del gran demonio, heredero de un poder antiguo y temido, y se movía con una ligereza que contrastaba con la seriedad de Kuroo. Había algo en la sonrisa traviesa de Oikawa, en la forma en que siempre se escapaba de las obligaciones y desobedecía las reglas, que despertaba una mezcla de preocupación y fascinación en Kuroo.

—Deja de esconderte, Oikawa —decía Kuroo con una sonrisa cansada, mientras recorría el bosque oscuro donde solía encontrar a su amigo. Las sombras se entrelazaban entre los árboles altos y retorcidos, y sus pasos resonaban en el suelo cubierto de hojas muertas.

—¿Y si no quiero? —respondía Oikawa con una risa juguetona, apareciendo de la nada a su lado. Se agachaba para recoger una flor marchita y la observaba como si en ella se escondiera un misterio profundo.

Kuroo suspiraba, pero no podía evitar sonreír. Estaba tan perdidamente enamorado de Oikawa que el juego de buscarlo se había convertido en parte de su rutina. A pesar de la diferencia en sus personalidades, Oikawa lograba sacar a Kuroo de su seriedad y hacer que el mundo gris del inframundo se sintiera un poco más brillante.

Pero todo cambió el día en que Oikawa se aventuró más allá de lo permitido.

Kuroo lo encontró en un claro extraño, donde la vegetación parecía más densa y el aire, más frío. Oikawa estaba inclinado sobre un pozo antiguo, sus dedos casi rozando la superficie oscura del agua.

—¡No toques eso! —exclamó Kuroo, corriendo para detenerlo. Agarró la muñeca de Oikawa justo a tiempo, tirando de él hacia atrás.

—¿Por qué? Solo es un pozo, Tetsu-chan. —Oikawa frunció el ceño, sacudiéndose de su agarre, y su curiosidad brilló en sus ojos. Él se acercó de nuevo al pozo, sus reflejos danzando sobre la superficie turbia del agua—. Mira, se ve... se ve la Tierra.

Kuroo se tensó, su mirada oscura clavada en el pozo, donde sombras y luces se entrelazaban para mostrar imágenes fugaces del mundo humano.

—Este lugar está prohibido, Oikawa. Hay cosas que ni siquiera nosotros deberíamos ver —dijo Kuroo en un tono bajo, como si temiera que algo los escuchara.

Pero la insistencia de Oikawa era como el canto de una sirena. Durante días, lo convenció con palabras dulces y promesas de que sería rápido. Kuroo cedió, atrapado entre el deber y el deseo de ver feliz a Oikawa, aunque algo dentro de él le advertía que nada bueno saldría de esa curiosidad.

Y así, una noche de cielo púrpura y luna de fuego, regresaron al claro prohibido.

—Vamos, Kuroo, solo quiero tocarla una vez más —dijo Oikawa, arrodillándose junto al pozo. Kuroo asintió, manteniéndose a su lado, con la mandíbula tensa mientras lo observaba.

Oikawa sumergió un dedo en la superficie del agua, y esta se estremeció, revelando una escena: un campo verde, una suave brisa que movía el cabello de un Oikawa humano que sonreía al lado de un niño más joven. Kuroo notó el brillo en los ojos de su amigo, la fascinación ante una versión de sí mismo que nunca había conocido.

—Es hermoso, ¿no? —murmuró Oikawa, sin apartar la vista.

Pero al tocar el agua por segunda vez, la visión cambió. Ahora, Oikawa se veía arrodillado, abrazando al mismo joven, pero sus hombros temblaban, y lágrimas recorrían sus mejillas.

—¿Por qué estoy llorando? —preguntó, frunciendo el ceño, la incomodidad oscureciendo su rostro. Tocó el agua de nuevo, y otra vez se vio llorando, esta vez en un jardín cubierto de flores. Lo intentó de nuevo y de nuevo, cada vez encontrándose con una nueva versión de sí mismo, siempre con los ojos llenos de dolor, sosteniendo a alguien que no podía distinguir entre sus brazos.

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⏰ Última actualización: 2 days ago ⏰

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