Historia 1

9 1 0
                                    

Eran las nueve de la mañana en punto y las puertas del albergue de la familia Woodstock comenzaron a abrirse. El frío era como un manto opresor que calaba en los huesos, cortante sobre la piel, con la densa neblina que envolvía los alrededores del pueblo. Las casuchas de madera, desgarbadas y encorvadas, desaparecían en la distancia, atenuándose hasta no distinguirse de la cortina blanquecina. 

Stephanie cruzó sus brazos sobre el vientre y se encorvó, exhalando el aliento que se evaporaba delante de sus narices. Sintió la mano de su padre sobre el hombro derecho. 

—Avanza —sugirió él, con voz muy baja. 

La joven entrecerró los ojos e hizo caso. Ambos caminaron puertas adentro, mezclados entre una docena de personas que buscaban lo mismo que ellos. 

La entrada era custodiada por dos centinelas, ataviados en uniformes de negro puro con grabados de plata. En el pecho se estampaba un león parado sobre sus patas traseras, el símbolo característico de los Woodstock. 

Aunque la capilla que funcionaba como albergue no denotara los lujos de un castillo, era lo suficientemente precioso y ordenado para ser considerado una joya por gente tan miserable como aquellos que ahora mismo se sentaban junto a las mesas. 

Stephanie, sentada entre su padre y una vieja de cabello moteado en canas, arrugó la cara y escudriñó el banquete. En cada una de las tres mesas largas había platos para cada aldeano, impolutos, esperando a ser llenados por la carne y las verduras que estaban en los cuencos grandes de en medio. 

Su estómago protestó, la boca parecía que se le inundaba de saliva. El aroma de la deliciosa comida la tentaba a meter las manos y desgarrar una de esas jugosas presas. Lo hubiera hecho, pero eso podría llevarla a ganarse una advertencia de los guardias. Y tampoco había necesidad de hacerlo, después de todo, los Woodstock eran gente de buen corazón. Luego de hoy, seguramente mañana también les permitirían venir a buscar algo con lo que llenar el buche.

Como era de esperar, luego de unos minutos asomó en el balcón una persona. Distinto de los vigilantes y de los mendigos hambrientos, él era un señor que avanzaba erguido, a paso confiado, con las manos atrás de la espalda. Romeus Woodstock era el hijo del duque, a cargo de las misiones de caridad de la familia y el potencial sucesor del actual líder. 

El hombre descendió las escaleras a paso calmo, se detuvo inmediatamente al estar en el mismo nivel de sus comensales. El área quedó en silencio absoluto. Sin que alguien lo definiera así, cuando ese hombre clavaba esos ojos negros sobre ellos, parecía que la gravedad los aplastaba y que sus columnas lo reverenciaban. Stephanie lo sintió así. Si a ella la obligaran a ver a la cara a Romeus, seguramente se pondría a llorar sin ser capaz de mover un dedo. 

El hombre asintió de repente, luego se dio la vuelta y desapareció por una puerta del fondo. Era la señal. 

Tan pronto como el bullicio regresó, las personas comenzaron a sacar pedazos de pan, trozos de carne y verdura de los cuencos grandes. Stephanie no perdió tiempo y llenó su plato rápidamente. Olvidándose de todo, con una mano se llevó un trozo de carne a la boca y desgarró. 

—Nadie te está echando —la reprendió su padre. 

La chica masticó con el ceño fruncido, todavía sin terminar de triturar lo que había en su boca dijo: 

—Te quedarás sin nada, viejo. 

Su progenitor suspiró. Su plato todavía seguía vacío. Entonces, ante la presión de su hija, decidió tomar algo de pan y verduras. No disfrutaba comer carne. Vaya tarado. 

Luego de varios minutos, Stephanie eructó y se recostó en su silla. Que bien se sentía. Se quedó como una boba mirando el techo de piedra, sonriendo. 

Historias de HalloweenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora