Historia 2

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La camioneta de don Jaime se estacionó junto a dos pinos de baja altura y de inmediato el motor se apagó. La Ford Ranger solía rugir como un gatito al que le intentaras quitar la comida de la boca. Imité el sonido y solté una risita, luego abrí la puerta a mi derecha y caí con un salto liviano sobre el pasto abundante. 

—¡Hola! —grité al aire libre, como si estuvieran otros esperándome. A mis espaldas, escuché las demás puertas de la camioneta abrirse. 

—Qué fastidioso eres —dijo Laura, bajándose por el lado izquierdo de la cabina trasera. Ella agarró su mochila y se la echó sobre el hombro, luego cerró la puerta con fuerza. 

La mina esa se cargaba unos brazos y piernas bien trabajados. Su cabello negro hacía juego con su labial y uñas oscuras. Tenía varios tatuajes en su cuerpo y, naturalmente, cuando te miraba era como que quería matarte. 

«No me disgusta eso, reina», pensé. Se hacía la difícil, pero no me rendiría con ella. ¡Ya iba a ver!

Don Jaime se bajó y fue al pick up a quitar los amarres que sujetaban todos los implementos que funcionarían en nuestro camping. 

—Ya, Miguel, no te quedes ahí y ven a ayudar. 

Siendo llamado por su padre, mi amigo bufó y bajó un poco sus anteojos de sol. A continuación, abrió la puerta del copiloto y descendió del vehículo con pereza. 

—¿Cómo haces para estar tan feliz con este calor? —me dijo mientras bajaba su propia mochila. 

—En la ciudad no corre el viento como acá. ¿Escuchas eso? Hay pájaros por todas partes, Miguel. Estoy harto de tanta mierda de ruidos de autos y olor a combustible. 

—¿Ah sí? Y yo estoy harto de no tener red móvil desde hace más de una hora —mi amigo soltó una risita de sarcasmo. 

La idea era desconectarse, ¿no? Pensé, pero me dio flojera decirlo. En vez de eso dejé mi equipaje en el suelo y me estampé de espaldas sobre la hierba. 

Me quedé viendo el cielo, azul claro, manchado por algunas nubes dispersas que se movían perezosamente hacia el sur. Las puntas de los árboles formaban un círculo, como flechas que apuntaran hacia el vacío. 

Don Jaime estaba sacando las tiendas y los utensilios de cocina, Laura lo ayudaba bajando las bolsas de bebidas y comida. Por su lado, Miguel parecía abatido, estaba descansando sobre el capó de la camioneta. 

Laura entonces me lanzó una mirada furiosa a mí y a su hermano. Supuse lo que diría ahora: 

—¡Ya po, par de weones, no se queden ahí mirando como imbéciles y vengan a ayudarnos! 

Don Jaime se rio en voz baja y negó con la cabeza. 

—No los presiones mucho, deben estar cansados del viaje. 

—¡Papá no los defiendas! —protestó Laura. 

También me reí y me quedé un ratito degustando los sonidos de la naturaleza. 

Luego de un par de horas, nuestro campamento estaba armado y el sol ya comenzaba a ponerse detrás de las montañas lejanas. Estábamos en uno de los tantos cerros del bosque, había una vista preciosa de un valle por el que fluía un río. Sospeché que la vertiente frente a la que nos instalamos desembocaba por allá, a un par de kilómetros corriente abajo. 

—Juanito, ¿una cerveza? —me ofreció don Jaime. Cualquiera fuera la respuesta, ya había puesto frente a mi cara la botella de vidrio. Sonreí y la acepté. 

Estábamos yo, don Jaime y sus hijos Miguel y Laura, sentados en círculo sobre las sillas plegables que trajimos. En medio ardía la fogata con el asado y las salchichas sobre la parrilla. En una mesa pequeña había pebre y pan. 

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