Amor a medianoche

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En un pequeño y tranquilo pueblo junto al mar, vivía Martín, un joven de alma sensible que llevaba una vida solitaria y reservada. Desde niño, Martín había sido diagnosticado con una rara enfermedad llamada XP (xeroderma pigmentoso), una condición que le impedía exponerse a la luz solar debido a su extrema sensibilidad a los rayos UV. Debido a su enfermedad, Martín vivía en un mundo casi nocturno, observando la vida desde su ventana durante el día y saliendo solo cuando caía la noche.


A pesar de sus limitaciones, Martín había aprendido a encontrar belleza en las pequeñas cosas de su vida. Le encantaba tocar la guitarra y, cada noche, se sentaba en la estación de tren abandonada a tocar canciones que él mismo componía, expresando en ellas todo lo que no podía vivir. Sin embargo, su corazón anhelaba algo más, un amor que, aunque parecía imposible, no dejaba de soñar.

Una noche, mientras tocaba en la estación, Martín vio pasar a un chico que había visto muchas veces desde su ventana: Juanjo. Era un joven carismático y siempre rodeado de amigos, con una sonrisa que parecía iluminarlo todo a su alrededor. Para Martín, Juanjo era una imagen de libertad y de vida que solo podía admirar desde la distancia, como si fuera un personaje de un sueño imposible.

Esa noche, por pura casualidad, Juanjo escuchó la música de Martín y, fascinado, se acercó a él. Empezaron a hablar, y Martín, atrapado por la dulzura de aquel encuentro, evitó mencionar su enfermedad. No quería que Juanjo lo viera como alguien limitado, sino simplemente como Martín, un chico enamorado de las noches y de la música. Pasaron horas hablando, riendo y compartiendo sueños, hasta que la madrugada comenzó a llegar.

Esa noche fue solo el inicio de muchas otras. Cada vez que Juanjo podía, iba a encontrarse con Martín, y juntos compartían momentos mágicos bajo la luz de las estrellas. Juanjo, intrigado y fascinado por el misterio de Martín, comenzó a enamorarse sin darse cuenta. Para él, Martín era alguien especial, alguien que lo hacía ver el mundo de una forma distinta.

Martín, sin embargo, sabía que su tiempo era limitado y que tarde o temprano tendría que decirle la verdad. Vivía con el miedo de perder a Juanjo, pero al mismo tiempo deseaba disfrutar de cada momento juntos, como si cada noche fuera la última.

Una noche de verano, mientras caminaban junto al mar, Martín se armó de valor y le confesó a Juanjo la verdad sobre su enfermedad y por qué nunca podía estar con él durante el día. Le explicó que cada día que compartían bajo las estrellas era un riesgo, pero que no podía imaginar su vida sin esos momentos. Con lágrimas en los ojos, Martín le pidió perdón por no habérselo dicho antes, temiendo que Juanjo lo dejara.

Sin embargo, para sorpresa de Martín, Juanjo tomó su mano con firmeza y le prometió que no lo dejaría solo. Le dijo que lo amaba tal como era y que, aunque solo pudieran compartir la noche, él estaría allí, siempre. Para Juanjo, el amor que sentía por Martín no conocía límites, y si la única forma de estar con él era bajo la luz de las estrellas, entonces así sería.

Desde entonces, Juanjo y Martín vivieron un amor único y especial, un amor que florecía en la oscuridad y brillaba más que cualquier otra cosa. Cada noche era un tesoro, un recuerdo que guardaban en sus corazones. Juanjo solía decirle que, aunque el sol nunca pudiera ser parte de su historia, las estrellas siempre estarían allí para iluminar su amor.

Con el tiempo, la enfermedad de Martín se volvió más difícil de controlar, y aunque sabía que su vida podía ser corta, nunca se arrepintió de haber amado a Juanjo. Una noche, mientras miraban juntos las estrellas, Martín le susurró que, aunque su historia tal vez no fuera eterna, su amor sí lo sería. Y en ese momento, Juanjo comprendió que, aunque algún día Martín ya no estuviera, su recuerdo viviría en cada puesta de sol y en cada noche estrellada.

Martín falleció poco tiempo después, dejando un vacío enorme en la vida de Juanjo. Sin embargo, Juanjo encontró consuelo en los recuerdos que compartieron y en la promesa de vivir por él, disfrutando cada día como Martín hubiera querido. Cada noche, Juanjo regresaba a la estación de tren abandonada, tocando las canciones que Martín le enseñó, sabiendo que, en algún lugar, su amor seguía brillando, tan eterno como las estrellas en el cielo 

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