La casa estaba encantada, pero también deshabitada desde hacía décadas, por eso les sorprendió ver la fruta fresca en un cuenco limpio en la cocina. El más joven de los dos hermanos se acercó y cogió un mango. Lo lanzó varias veces al aire y el haz de la linterna bailó con el movimiento.
—El fantasma del que tanto hablan parece bastante hospitalario.
—Suelta esa mierda —respondió el otro—, a saber cuánto lleva ahí.
—¿No ves cómo brilla? Fijo que es nueva.
—¿Nueva de qué, animal? Ni las plagas entran aquí.
—Pues alguien lo ha hecho —dijo el joven con la vista fija en la fruta.
El mayor dio una vuelta por la cocina y abrió los cajones. Nada de utilidad, todo desvalijado. Sólo la peor calidad permanecía, ni para hacer travesuras servía, ni tan siquiera como recuerdo o prueba de valentía. Era una lástima.
Un golpe seco lo sacó de sus ensoñaciones y puso el cuerpo en tensión. Dio con la fuente de sonido: su hermano se había caído al suelo. En un instante estuvo a su lado.
—¡Eh! ¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?
Tenía la vista perdida en el infinito con los párpados a medio cerrar y las pupilas tan dilatadas que el iris resultaba invisible. En los labios tenía restos de algo. Y ese algo permanecía en su mano: el mango mordido. Ya no era anaranjado ni brillante, sino verde y negro por los hongos, demasiado muerto incluso para las larvas del menos exquisito de los insectos. Le dio unas suaves palmadas en la cara, sin embargo, no hubo reacción. Descubrió que sí tenía pulso y respiración, aunque muy tenues, tanto que podrían confundirse con la imaginación.
—Iré a por ayuda —susurró.
Pero la más leve voz era un chillido en aquel lugar. La puerta de la entrada se cerró con violencia. No sonó frágil como al principio, sino robusta como un refugio que soportaría fácilmente una bomba atómica.
Trató de relajar la respiración y pensar con claridad. Repasó los hechos: estaba atrapado; la fruta fresca era una ilusión; la fruta mataba a su hermano. Se levantó y miró el cuenco. Las piezas seguían con ese color brillante y sano. Cogió un pomelo y lo estudió atentamente. Notaba su peso, y su tacto le decía que no existía comida más sabrosa. Salivaba, su estómago rugía, clamaba por un simple bocadito.
Su hermano se moría.
—No —dijo.
Advirtió que la atmósfera cambiaba. El silencio se tornó pesado, como la antesala de algo peor. Parecía un velo a punto de caer.
—Devuélveme a mi hermano.
Miró a su alrededor. Ninguna sombra se movía, ni los tablones crujían ni entidad alguna gritaba.
Clavó de nuevo la vista en la fruta. Se pudría ante su mirada, sentía el peso cambiar, la temperatura descender. Se cubrió del mismo hongo negro. El contacto con él y la incipiente humedad lo asqueó, pero era incapaz de reaccionar. Algo debajo de la piel crecía o se movía. No estaba seguro del horror. Dos cuencas profundas aparecieron, y bajo ellas, una fila de rectángulos irregulares se definían. Una ligera protuberancia afilada entre medias completó el ominoso retrato de una calavera. Su mandíbula comenzó a abrirse. La corteza se partía con el sonido de tendones rompiéndose. Quiso vomitar. Entonces la fruta estalló. Cerró la boca y los ojos a tiempo, aunque no logró evitar el olor.
Más ruidos como de ropa rasgándose captaron por completo su atención; aquello no había terminado, ni mucho menos. Con la linterna observó que el resto de frutas sufrían la misma transformación. Sus entrañas se encogieron por el pánico y se lanzó hacia la única puerta cercana: la del jardín. Terminó sentado en el suelo, embarrado a pesar de que llevaba días sin llover. A su espalda escuchó varias detonaciones pequeñas, demasiadas para las cantidades que había visto.
Se puso en pie y se sacudió el polvo y barro adherido. En la tierra levantada por la caída estaban los restos de una pelota de playa enterrada a saber cuánto tiempo atrás. Aquello fue antaño un hogar. ¿Volvería a serlo alguna vez? Los pensamientos volvieron a su hermano. No podía entrar de nuevo a lo loco. Si todas las puertas se cerraban, se convertirían en dos desaparecidos más, olvidados por el mundo, pero tornándose una cicatriz para su familia. No podía permitirlo.
En el jardín se elevaba un único árbol de tronco delgado y frágil. Parecía estar a medio camino entre la vida y la muerte. De sus ramas colgaban los restos putrefactos de frutas. Unos segundos le bastaron para descubrir que había de incontables tipos. Bajó el haz hasta las raíces, que se extendían por todo el jardín. Las partes que sobresalían estaban cubiertas del mismo hongo negro.
Él era el culpable. Si lo derribaba, quizá...
Tras unos pasos se arrepintió siquiera de pensarlo. Las manchas de su corteza se asemejaban a ojos y bocas. Continuó acercándose y, cuando estuvo a distancia suficiente como para poder agarrar los infectos frutos, lo confirmó; no era una pareidolia, sino rostros, ojos y pupilas y bocas abiertas en una eterna agonía. Cada bulto era una nariz.
Se quedó plantado unos segundos y, al cambiar el peso de una pierna a la otra, un sonido de succión dirigió su vista hacia abajo. Era barro, muy granuloso y húmedo. Se sujetó al tronco para no caer y un chillido llenó sus oídos hasta que lo soltó. Fue tal la intensidad que tardó unos instantes en volver a situar el arriba y el abajo. Estaba en el suelo de nuevo. Miró la base de la planta con un único pensamiento: «Si no puedo tocar el tronco, te arrancaré cada raíz».
No perdió el tiempo. El barro apenas oponía resistencia, pero estaba tan suelto que gran parte se le escurría de entre las manos. No se detuvo por un obstáculo tan nimio. Notó con los dedos algo duro y no lo pensó: tiró con todas sus fuerzas, aunque tanta no fue necesaria. Lo que tenía sujeto no eran más que tres piezas de color claro, duras como la madera y ligeras. Lo soltó con asco al comprender que era una falange. Observó el árbol otra vez y un pensamiento encajó en su cabeza. Volvió a la tarea y sacó más restos óseos; la muñeca, los brazos, una escápula, dos vértebras y, finalmente, un cráneo.
Una ráfaga de viento se llevó el frío. Le pareció escuchar un «Gracias». El árbol se desmoronó y se convirtió en polvo. Permaneció así unos segundos, expectante de algo. Nada más ocurrió.
Abrió mucho los ojos y corrió hacia la casa. En la cocina no quedaban restos de la fruta maldita, ni siquiera en la mano de su hermano, quien tosía y respiraba pesadamente.
—¿Qué ha pasado?
—Una madera —dijo muy rápido—. Te ha golpeado en la cabeza y te has desmayado.
—¿Qué...? No soy tan flojo.
—Cállate, tienes suerte de seguir con vida. Acompáñame fuera, hay que llamar a la policía.
—¿Eh? —Su hermano alzó la cabeza y lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué?
—No te lo vas a creer.
Mientras lo ayudaba a incorporarse, echó un vistazo hacia el jardín. En unos minutos podría inventarse una historia convincente.
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De tal abono, tal fruta
HorrorDos hermanos entran en una casa con fama de encantada por diversión. Un cuenco con apetecible fruta que contrasta con todo el lugar les da la bienvenida.