Prólogo.

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"Hago mil cosas para no pensar
Me lleno de adornos
Sufro de trastornos
Siempre te quiero llamar"

-Mon Laferte (Si tú me quisieras)


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Noches como esa, bajo el vasto e infinito manto de estrellas, lo envolvían en una sensación de pequeñez abrumadora, como si su existencia fuera solo un susurro en medio de un universo indiferente, y mientras la brisa nocturna lo rodeaba, comprendía que cada respiro suyo era apenas un latido en la inmensidad del cosmos, un recordatorio de su conexión con algo mucho más grande que él.

El frío que se colaba a través de su suéter ligero le abrazaba como una caricia helada, recordándole que, aunque el mundo a su alrededor pareciera en pausa, él seguía ahí, respirando, sintiendo. Era como si ese frío quisiera decirle, de una forma silenciosa, que estaba vivo; que cada escalofrío y cada temblor eran solo pequeñas señales de que, en ese instante, su existencia seguía latiendo con suavidad.

Cerró los ojos con suavidad, dejando que el mundo se desvaneciera detrás de sus párpados, mientras tomaba una lenta y profunda respiración que parecía llenar no solo sus pulmones, sino también cada rincón de sus pensamientos.

Él respiró hondo, como si en cada inspiración reuniera todos sus miedos y anhelos secretos, y al soltar el aire, suspiró estrellas que se dispersaron en un instante de luz y esperanza hacia el cielo infinito sobre su cabeza. Al abrir los ojos, se encontró rodeado por miles de destellos en el abismo, cada uno como un pequeño testigo de sus sueños y sus tristezas, saludándolo desde lo alto, como si el universo entendiera su soledad y respondiera con esa inmensidad brillante. En ese instante, él supo que no estaba solo, que aquellas estrellas fugaces, lanzadas desde el rincón más profundo de su alma, ahora le devolvían la mirada desde la eternidad, recordándole que sus propios deseos y miedos también tenían un lugar en el cosmos.

Noches como esa le hacían desear perderse en el susurro del pasto que lo rodeaba, como si pudiera fundirse con la tierra del lugar en el que estaba y desaparecer en el silencio de la noche. Anhelaba que el mundo se detuviera un instante, que la naturaleza lo envolviera y lo liberara, como si al rendirse al abrazo de la tierra pudiera olvidar el tiempo, las dudas, y el eco de sus propios pensamientos.

El frío se apoderaba de su piel, calando hasta los huesos, pero lo que dolía más era la certeza de que cada hoja caída marcaba el final de algo más grande, algo imposible de retener. Sentía sus mejillas entumecerse, pero no era solo el viento helado; era la despedida lenta, la agonía de un otoño que, con cada día que pasaba, le robaba un poco de color a sus recuerdos, a sus sueños. El otoño se desvanecía y con él morían las últimas esperanzas, los deseos enterrados bajo capas de hojarasca que nadie volvería a ver. Y ella, perdida en ese frío, sentía que algo en su interior también comenzaba a marchitarse, a desaparecer en silencio, como un suspiro atrapado en el viento.

Era su último año de preparatoria en Rivertown.

Con una melancolía tan pesada como el paisaje que lo rodeaba, él se incorporó con lentitud, sintiendo el peso de los años como una losa sobre sus hombros. Frente a él, aquel campo de cultivo, ahora despojado de toda vida humana, había sido abrazado por la naturaleza en un acto de resignación que parecía eterno. Las malas hierbas crecían salvajes, reclamando lo que alguna vez fue arado con manos trabajadoras, mientras la bruma de la noche se asentaba, envolviéndolo en un manto de silencio y melancolía. Cada brizna de hierba parecía susurrar un eco de tiempos pasados, de risas y voces que ahora se habían disuelto en el viento. Y allí, parado en medio de ese paisaje dormido, sintió que algo dentro de él también estaba en ruinas, como si los recuerdos se marchitaran junto con el campo, enredados en el estupor de la noche que se cernía, implacable, sobre él y sobre cada rincón de su memoria.

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⏰ Last updated: Oct 31 ⏰

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