La casa de la señora Gertrudis se erguía en el barrio más desgastado de la ciudad, con sus paredes desgastadas y el jardín cubierto de maleza. Nadie se atrevería a acercarse, especialmente después de lo que se decía sobre ella. La anciana era un enigma para todos, conocida por su carácter feroz y su salud deteriorada, pero lo que realmente la hacía temida eran sus ojos: dos pozos oscuros que parecían devorar a quienes osaban mirarla.
Fue en este lugar donde Marta, una enfermera joven y entusiasta, encontraba un trabajo desesperado tras perder su empleo. No le importó la advertencia de sus amigos sobre la falta de compañía de la anciana o los rumores de lo extraño que era el ambiente de la casa; necesitaba el dinero. Sin embargo, jamás imaginó que estar a cargo de Gertrudis sería una tormenta de horror.
Desde el primer día, Marta comprendió que la anciana era todo lo que decían. Gertrudis, de cabello corto y lacio, siempre emitía una queja o un grito incluso antes de que Marta cruzara la puerta. "¡La comida está fría!", "¡Ese trapo no limpia nada!", "¿Qué demonios piensas hacer con esa mugre?". Cada palabra era como un puñetazo en el estómago, torturando a la enfermera que solo quería ayudar.
Con las noches llegaban los ecos y los susurros. Algunas veces, Marta se despertaba abruptamente, convencida de que la anciana la llamaba. "¡Marta!", resonaba la voz, una mezcla de desprecio y desesperación que helaba su sangre. A menudo se preguntaba si realmente estaba dormida o si la anciana la observaba desde las sombras, con los ojos apagados pero siempre alertas.
Gertrudis había sufrido un ACV, y sus ojos eran un recuerdo de la agonía. Uno no podía cerrarse del todo; a menudo, el ojo abierto parecía seguir a Marta dondequiera que iba. Era como una ventana a un abismo oscuro, su mirada inquebrantable la llenaba de un miedo profundo. Las noches eran peores; la oscuridad de la casa hacía que esos ojos se convirtieran en cuencas vacías, amenazantes, alimentando su paranoia.
Los gritos de Gertrudis resonaban por los pasillos, rebotaban en las paredes como ecos de un lamento que nunca cesaba. Los berrinches se tornaban en alaridos, cada vez más desgarradores, mientras la anciana se disponía a quejarse de todo lo que le rodeaba. Una ventana mal cerrada, un ruido extraño; todo lo que hacía Marta parecía provocarle furia. Sin embargo, la enfermera aguantaba, pensando que tal vez, con el tiempo, podría ganarse su respeto.
Finalmente, una noche, la anciana respiró su último aliento. Marta, exhausta y temblorosa, sintió una mezcla de alivio y tristeza mientras preparaba el cuerpo para que lo llevaran. Pero esa paz se tornó en tormento. Los días que siguieron, la voz de Gertrudis seguía llamándola. A veces, sentía el rastro de su presencia, como si la anciana nunca se hubiera ido del todo.
Los hijos de Gertrudis no querían saber nada de la casa. Las memorias que contenía eran demasiado dolorosas. Y así, la vivienda se convirtió en una cáscara vacía, llena de sombras. Marta, incapaz de liberar su mente del pasado, comenzó a obsesionarse. A menudo se preguntaba si la casa estaba realmente vacía. En las noches, el aire frío y los ruidos extraños la atravesaban, como si el lugar estuviera vivo, esperando el regreso de su dueña.
Una mañana, al salir a trabajar, se detuvo al borde de la acera y miró hacia atrás. La ventana de la habitación de la anciana estaba iluminada, aunque sabía que nadie podía estar allí. Temiendo volverse locas, Marta decidió alejarse de la casa. Pero el eco de aquél grito, de aquella voz maldita, seguía resonando en su mente. "Marta...", susurraba en el viento, un llamado que ni el tiempo podría desvanecer.
Desde entonces, la enfermera vivió atormentada, persiguiendo sombras y buscando respuestas en el silencio de la noche, atrapada entre el horror de la casa vacía y el eco de una anciana que jamás se iría.