Adictos

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Tras una interminable sesión con mi psiquiatra, escuchando el mismo análisis desgastado de siempre su primera sesión y su comparación de casos con anteriores pacientes, ese anciano decrépito llegó a la conclusión de que un adicto como yo aún no necesitaba los famosos "Cubos-M" porque hasta ahora era mí segunda cita y no podía dar un veredicto sobre mi verdadero estado. En lugar de hacer lo que esperaba, darme una receta para erradicar mi adicción, me entregó una tarjeta blanca impresa con un montón de números y letras diminutas, que guardé en mi billetera casi sin prestarle mucha atención a lo que decía. Con su tono de voz monótono y gris, me dijo: "De lunes a miércoles, el grupo Triple A organiza reuniones para personas como tú. Te recomiendo que asistas, para que entiendas en qué punto estás con tu adicción. Nos vemos en un par de meses para evaluar tu progreso y decidir sobre los medicamentos".
Frustrado por no haber conseguido los Cubos-M que todos me recomendaban usar, llegué a casa y me encerré en el caos que era mi cuarto, sumergiéndome en mi adicción para escapar del tiempo, porque lo único que deseaba era huir de la normalidad. En medio de mi intoxicación, viví uno de esos viajes místicos que revelan los anhelos más profundos del corazón. Sentí algo tan intenso que, según mi psiquiatra, no debo siquiera escribir o pronunciar en voz alta, porque solo aumentaría mi apego a la adicción. Al despertar de ese trance alucinante, la realidad me golpeó con la fuerza de un puñetazo en el estómago, lo que llamaría una insaciable "hambre post-viaje". No tuve más remedio que levantarme de la cama y caminar con cuidado entre montones de ropa sucia y hojas de cuaderno que amenazaban con desplomarse con cada paso que daba. Mareado por mi choque con la realidad, llegué a la cocina con el estómago ardiendo de hambre, como si se estuviera devorando a sí mismo por estar completamente vacío. Abrí la nevera y lo único que encontré fue una cebolla mal cortada y un pedazo de pollo frito que había dejado ayer, tras mi visita al psiquiatra. Aunque el pollo tenía un sabor rancio, lo devoré en cuestión de segundos, solo para calmar el hambre. Mientras comía, encendí el televisor de la sala y puse las noticias para ver la hora. En la pantalla decía que eran las tres de la tarde del martes 21 de agosto, pero estaba mal, algo no encajaba: ayer había sido sábado y hoy debía ser domingo. Cambié de canal, pero seguía diciendo lo mismo: martes 21 de agosto. No podía creerlo, pensé que el televisor estaba mal o yo seguía con secuelas de mí adiccion. Desesperado, volví a mi cuarto y busqué mi teléfono entre el desorden. Al tenerlo en las manos, traté de encenderlo, pero estaba descargado. Lo conecté al cargador y, mientras esperaba a que se encendiera, la ansiedad empezó a consumir mi mente. Solo podía pensar en una cosa: ¿había estado perdido en mi adicción durante más de tres días? Cuando finalmente la pantalla del teléfono se iluminó, la verdad me azoto sin compasión, como si me arrancaran a la fuerza de un sueño profundo: efectivamente era martes 21 de agosto. Me había hundido tan profundamente en mi adicción que había perdido 72 horas de mi vida, atrapado en un sueño irreal, por eso me moría de hambre.
Agobiado por la situación, corrí al baño y, desesperado, me forcé a vomitar, metiéndome los dedos en la garganta para expulsar el nauseabundo pollo que me pesaba en el estómago. Vomité tantas veces que el olor ácido de mi interior quedó impregnado en mis manos y en la ropa. Me desnudé rápidamente y me metí en la ducha, pero ni el agua ni el jabón parecían suficientes; me froté una y otra vez, hasta que perdí la cuenta, intentando borrar por completo el persistente olor a vómito que aún sentía en mi ser. Al salir de la ducha, temblando como un perro callejero empapado, decidí escapar de mi casa. El miedo a mi adicción me empujaba, sabía que, si no encontraba una distracción pronto, recaería. Me puse lo que parecía ser la ropa "menos sucia" que encontré en el suelo de mi habitación, agarré las llaves, el celular y la billetera, y en cuestión de minutos ya estaba caminando rumbo al centro de la ciudad. Mi estómago y mi cabeza palpitaban de hambre. Entré en el primer local de comida que encontré y pedí la hamburguesa más grande que vendieran, pero sentí que la persona que me atendía me miraba como si supiera que yo era un maldito adicto. Mientras devoraba la hamburguesa, de mi boca salió una frase: "Es una tarde perfecta para seguir siendo un adicto". Mis propias palabras me condenaban a permanecer en el mismo círculo vicioso, prisionero de mi adicción. Yo era mi peor enemigo, siempre al borde de la autodestrucción. Al salir del restaurante, levanté la vista al cielo y, con desesperación, golpeé mi pecho, gritándome: "¡Ya basta! ¡Contrólate! ¡No puedes seguir así! ¿De verdad es esta la vida que quieres? ¿La vida de un solitario adicto?".
Desesperado por el caos de mis emociones, rebusqué en mi billetera, con la esperanza de encontrar algo de dinero para comprar un dulce de chocolate y calmar las ganas de mi ansiedad de recaer. Pero no había ni una moneda. Lo único que encontré fue la tarjeta blanca del grupo Triple A. Al sostenerla, pensé que lo único que podía hacer era ir a la reunión de adictos, porque volver a casa antes de la noche no era una opción; sabía que, de hacerlo, inevitablemente recaería un día más en mi vicio. Las pequeñas letras de la tarjeta indicaban que la reunión comenzaba a las seis de la tarde, con la dirección del psiquiátrico de la ciudad.
Con la decisión ya tomada, me armé de valor y comencé a caminar hacia las afueras de la ciudad, tratando de matar el tiempo, ya que faltaban dos horas para que empezara la reunión de adictos. A cada paso, una sola idea rondaba mi cabeza: todo era culpa de mi doctor por no recetarme los Cubos-M. Lo maldije en voz alta mientras avanzaba, con las palabras de quienes supuestamente querían verme "mejor" clavadas en mi mente: como una persona normal, oficinista, un engranaje más, alguien útil. "Necesitas que el doctor te recete Cubos-M para ser competente, ¿me entiendes, hijo? Ya no puedes seguir fantaseando con tu adicción", repetía mi madre cada vez que le hablaba de mi vida. "Eres un hombre, tienes que trabajar y ayudar a construir esta sociedad. ¡Ya es hora de que dejes esa adicción! Mira a tu hermana: empezó a tomar Cubos-M y ahora piensa como una persona normal. Dile que te regale unos cuantos", me gritaba mi padre cada vez que buscaba un consejo de vida. "Tú y tus metas absurdas... ¿Por qué nunca piensas en nuestra relación? No quiero tu tiempo, ni tus consejos, ni escuchar sobre tu adicción. Solo quiero que me traigas dinero, como un adulto normal. Espero que el loquero te recete unos Cubos-M, para que al menos seas la mitad del hombre que necesito", era el monólogo de mi exnovia cada vez que intentaba hablarle de mi vida. "Sé que te prometí estar en las buenas y en las malas para cumplir nuestras infantiles, pero después de conseguir Cubos-M en el mercado negro, mi vida cambió. Ahora soy todo un profesional en servicio al cliente, trabajo casi 24 horas y me pagan por eso, es un paraíso que de niño nunca pude imaginar. Deberías tomar Cubos-M para pensar como una persona normal, porque de adicciones no se vive", me aseguraba quien decía ser mi mejor amigo, antes de huir con mi exnovia.
Cubos-M por aquí, Cubos-M por allá... No sé realmente qué son, pero si todos los utilizan para ser "normales" en este mundo, tal vez yo los necesite para arreglar el rumbo de mi vida. Estos últimos meses he sentido que ya no puedo más con esta adicción solitaria; quiero ser alguien útil, porque nadie entiende quién soy en este momento por culpa de mi adicción. Siendo honesto, lo mejor parece ser como los demás, para que puedan comprenderme. Al final, creo que todos tienen razón: necesito usar los Cubos-M para entrar en la normalidad.
Estaba tan inmerso en mis pensamientos que, cuando me di cuenta, ya estaba a unos pasos del psiquiátrico. Había caminado durante 90 minutos, distraído por malos recuerdos y palabras ajenas. Al acercarme a la entrada, el guardia de seguridad se interpuso en mi camino con desconfianza cuando le pregunté por la reunión de adictos del grupo Triple A. Con una mirada cargada de prejuicio y desdén, me extendió un papel y dijo: "Firme aquí con sus datos. En la recepción le darán la información que necesita sobre su grupo de adictos". Después de llenar el formulario, me dirigí a la recepción como si no fuera bienvenido en el psiquiátrico. Una enfermera, que hablaba por teléfono mientras se limpiaba las uñas, me recibió con una mirada despectiva. Le pregunté con formalidad: "¿Podría indicarme dónde es la reunión del grupo Triple A?". Su mirada se torció con indiferencia mientras señalaba un pasillo a mi izquierda y, apenas audible, respondió: "Salón 3-A, cerca de los baños". El aura de los pasillos del psiquiátrico era extrañamente alegre y colorida, sentía fuera de lo normal.
Al llegar a la puerta del salón 3-A, no pude evitar soltar una risa y murmurar para mí mismo: "Ahora sí, soy un completo adicto". Justo cuando estaba a punto de abrir la puerta, alguien lo hizo desde adentro. Una mujer con una sonrisa cálida se acercó y, con una tranquilidad reconfortante, empezó a hablarme.
—¡Bienvenido! —dijo la joven, extendiendo las manos con cordialidad—. Ven, estamos a punto de comenzar la reunión.
—No, lo siento, creo que me equivoqué de lugar. Estoy buscando otro salón —respondí, sintiendo cómo la vergüenza me invadía—. Creo que mejor sigo buscando lo que necesito.
—Tranquilo, no te has equivocado; este es el salón del grupo Triple A que buscas —replicó la joven con calidez genuina—. Todos hemos sentido vergüenza al entrar a nuestra primera reunión de adictos. No te preocupes. Es muy valiente lo que has hecho hoy al llegar aquí. ¡Adelante! En unos minutos llega el anfitrión, el señor Morte.
—No sé qué decirte; estoy avergonzado porque me descubriste—respondí tímidamente mientras cruzaba la entrada del salón.
Al entrar, me encontré con un círculo de sillas colocadas en el centro y a varias personas conversando entre risas. El ambiente era sorprendentemente cálido, mucho más de lo que habría esperado en un lugar como un psiquiátrico. Caminé lentamente por el salón, evitando cruzar miradas, abrumado por la vergüenza de admitir, de manera tan directa, que yo era un adicto, como cualquier otro de los presentes. Sin embargo, mientras intentaba esconder mi presencia, la amable joven que me había dado la bienvenida me tocó suavemente el hombro y, con una cálida sonrisa, me ofreció una taza de café que sostenía entre sus manos. Sin dudarlo, tomé el vaso caliente y me sonrojé un poco, porque no estaba acostumbrado a recibir tanta atención o amabilidad. Tras un sorbo, la miré y dije: "Está delicioso, muchas gracias". Ella respondió con su encantadora sonrisa y susurró: "Y eso que aún no has probado las donas rellenas que preparé... pero esas son para el final de la reunión".
Mientras saboreaba mi café y veía a lo lejos en una mesa las perfectas donas, el estruendo de la puerta al cerrarse de golpe rompió la tranquilidad del salón. Disimuladamente soplando mi taza de café, giré mi cuerpo hacia la fuente del ruido y vi a un hombre imponente, envuelto en una gabardina larga y elegante, caminando hacia el círculo de sillas con una mirada tan gélida que parecía capaz de arrebatarte el alma. Con un gesto brusco, tomó una de las sillas del círculo y la arrastró hasta un rincón de la sala. Se dejó caer en el asiento, sacó una agenda del bolsillo y, sin perder un segundo, comenzó a escribir. Todo indicaba que él era el anfitrión, Morte, el hombre que todos estaban esperando. El ambiente cálido y acogedor del salón se nubló de inmediato, como si la gris realidad hubiera irrumpido en la sala. Al ver al anfitrión sentado, todos los presentes, como si obedecieran una orden silenciosa, se acomodaron en el círculo sin atreverse a emitir la más mínima queja, como si se prepararan para entrar en un campo de batalla. Yo me quedé paralizado, sin saber qué hacer ni dónde sentarme, hasta que la joven amable me llamó: "¡Oye, niño nuevo! Ven, siéntate a mi lado, que vamos a empezar la reunión". Con pasos apresurados y derramando un poco de café sobre mi ropa, me dirigí al asiento. Al sentarme, recorrí disimuladamente los rostros de los presentes mientras daba un sorbo a mi café. Para mi sorpresa, no había rastro de miedo ni incomodidad; al contrario, sus expresiones eran serenas, casi radiantes, como si todo estuviera exactamente como debía estar. El anfitrión, Morte, con su larga gabardina que le daba un aire de vampiro, se levantó de su silla y comenzó a caminar lentamente alrededor del círculo, observándonos detenidamente y anotando cosas en su agenda. En un instante, nuestras miradas se cruzaron, y sentí cómo la sangre se me helaba en las venas, porque me sentí la presa de un depredador. Poco a poco, se fue acercando hasta detenerse justo detrás de mí, y entonces comenzó a hablar.
—¿Alguien tiene noticias de Teresa? —preguntó con seriedad el anfitrión detrás de mí, mientras anotaba algo en su agenda. —Es cierto que a veces no asiste los lunes, pero jamás falta a los martes; son, sin duda, sus días favoritos.
—Lo siento, señor Morte, pero ayer fui a buscarla para asistir a la reunión, y Teresa no quiso salir a verme por petición de su familia. Según su esposo, había comenzado a usar Cubos-M desde el jueves y ya se encontraba perfectamente —dijo una mujer de aspecto mayor que estaba cerca de mi izquierda.
—Le advertí que no consumiera esa basura llena de químicos—respondió el anfitrión con decepción.
—Si no me falla la memoria, y sin querer ser chismosa, Teresa me comentó hace unas semanas que quería empezar el tratamiento con Cubos-M, ya que su única preocupación era avanzar en su trabajo y ganar dinero para su familia —dijo la mujer, mirando fijamente al señor Morte—. Por eso no le insistía a su esposo que la dejara venir a la reunión.
—Gracias por la información, Daniela —respondió con disgusto el anfitrión—. Necesito unos momentos para anotar y ajustar algunos detalles en mi agenda antes de comenzar nuestra reunión.
Mientras esperaban el inicio de la reunión, todos comenzaron a conversar y reír. La amable joven que estaba sentada a mi derecha se acercó a mí y, con entusiasmo, exclamó: "¡Cómo me encantan los martes de confesiones! Se que a ti también te van a gustar". Detrás de mí, aún podía escuchar el sonido constante del anfitrión y Conde de Valaquia, el señor Morte, rayando las hojas de su agenda, hasta que finalmente pronunció, con un tono fuerte pero elegante: "En esta ocasión, las confesiones serán voluntarias, pero nuestro nuevo integrante tendrá el honor de revelarnos los motivos que lo han traído hasta aquí. Démosle la palabra y escuchemos con atención lo que tiene para compartir hoy con nosotros". Tras escuchar esas palabras, mi corazón comenzó a latir con fuerza, y tartamudeé al intentar responder inmediatamente a lo que me pedía. Tomé un sorbo de café, tratando de disimular el temblor en mi voz y de apaciguar los nervios que me tenían al borde. Sentía que todas las miradas se clavaban en mí, como si aguardaran una confesión. Justo cuando estaba a punto de soltar lo primero que viniera a mi mente, la chica amable deslizó su silla un poco más cerca y, con una mano suave sobre mi pierna, me dio una sonrisa serena. "No te preocupes, es sencillo", susurró. "Solo preséntate, como uno más." Inspiré hondo, reuniendo fuerzas, y me preparé para hablar desde lo más profundo de mi ser.
—Hola, me llamo Abel y soy un adicto.
—¡Hola, Abel! —respondieron con genuina alegría cada una de las personas reunidas en el círculo de sillas.
—Muy bien, así se hace —dijo la amable chica mientras aplaudía.
—Te doy la bienvenida al grupo Triple A, Abel —dijo el Morte posando sus manos sobre mis hombros—. Percibo que te sientes un poco nervioso, así que no te presiones. Para comenzar, nosotros haremos nuestras confesiones. Cuando estés listo, nos compartirás los motivos que te han traído hasta aquí. Ahora bien, ¿quién desea iniciar con el martes de confesiones?
Todos en el círculo comenzaron a levantar las manos y gritar con euforia: “¡Yo, yo quiero hacer una confesión! Por favor, señor Morte, elíjame a mí”. Estaban tan entusiasmados por participar que, honestamente, me contagiaron su emoción; sentí una curiosidad genuina por descubrir qué tenía cada uno que confesar. El señor Morte, retiró bruscamente sus manos de mis hombros, se dirigió con paso calmado hacia su asiento y, con una voz pausada pero firme, declaró: “Aquel que adivine el número, entre el 1 y el 50, en el que estoy pensando, tendrá el honor de iniciar las confesiones. Ya lo tengo escrito en mi agenda. Empiecen.”. Uno a uno comenzaron a decir números al azar. Al escucharlos ininterrumpidamente, sonaban como si estuvieran recitando las coordenadas de un lugar misterioso: “44, 26, 23, 35, 12, 9...”. Hasta que alguien dijo el numero 45.
—Excelente Iker, adivinaste —dijo el señor Morte, mientras mostraba el número que había escrito en su agenda —Ya sabes cómo empezar tu confesión.
—Soy miembro de Triple A y un adicto en proceso de recuperación. Hace dos días fui a visitar a mi exesposa y, como siempre, me recibió con esa expresión fría, mientras sostenía en una mano los recibos del dinero que le debía este mes por cuidar a nuestro hijo. La saludé con una sonrisa, tomé los recibos y le di más dinero de lo que pedía, solo para tener la oportunidad de ver a mi amargado hijo por un momento. Pero él se negó a verme. Lo entendí... sé que no soy un hombre común, y le doy vergüenza —dijo Iker, con una enorme sonrisa mientras movía las manos expresivamente—. Solo quería abrazarlo, pero sabía que eso me pondría en riesgo de recaer en mi adición. También quise decirle a mi exmujer que estoy intentando cambiar, que algún día seré el hombre normal que ella tanto anhela, pero no lo hice. Al despedirme de ella, no pude evitar abrazarla con todo mi corazón. Se que falle al final, perdón... después de dos semanas de tratar de ser “normal”, recaí en mis malos hábitos por culpa de lo que siento por mi exesposa. Honestamente, no pude contenerme, porque luchar contra una adicción es difícil, muy difícil.
—Me complace enormemente que hayas dado este tercer paso en tu proceso de recuperación, pero has cometido un error al aplicar el cuarto —comentó Morte con seriedad. —Que alguien le diga a Iker cual es el paso cuatro.
—Paso cuatro para combatir una adicción: "Debes cuestionar e ignorar tus emociones si deseas encajar en la sociedad. Menos acciones, más palabras" —dijo un hombre cercano a Iker, leyendo un panfleto.
—Próxima confesión.
—Soy Madison, y soy una adicta en recuperación. Llevo tres meses en observación psiquiátrica y, finalmente, me recetarán Cubos-M porque mis sesiones con mi doctor y la terapia de grupo no ha tenido el efecto que esperaba—dijo Madison, con los ojos brillando de una mezcla de alivio y entusiasmo—. Siento que este es el momento perfecto para empezar el tratamiento y recuperar el control de mi vida con los Cubos-M porque puedo perder la custodia de mi hijo. Sinceramente, aquí delante de todos ustedes, yo no quiero fallarle a nadie más por mi adicción, mucho menos a mi hijo. No quiero que crezca sin mi o que sienta que no soy una madre normal.
—Muy bien, Madison. Sé que estos seis meses en las reuniones no han sido fáciles para ti, pero recuerda nuestro primer principio: "No se siente, se piensa" —dijo Morte, su voz cargada de un sutil desagrado—. Además, debes saber que, al iniciar el tratamiento con Cubos-M, tu percepción sobre tu adicción y sobre el grupo cambiará drásticamente, y no podrás regresar aquí. Entrarás en un estado de negación que los psiquiatras llaman "Monotonía".
Morte hizo una pausa y dirigió sus palabras al resto del grupo.
—Quiero que todos tengan en cuenta que el tratamiento con Cubos-M es agresivo. Modificará los neurotransmisores de sus mentes, reprogramándolos para eliminar el origen de sus adicciones y ayudarlos a encajar en la sociedad. Es un camino difícil, pero para muchos, necesario. No puedo mentirles. Es un proceso muy destructivo.
El salón quedó en silencio por unos instantes, roto solo por el rasgueo del bolígrafo del señor Morte en su agenda. Los asistentes comenzaron a mirarse entre sí, inquietos, esperando a que alguien retomara las confesiones. Finalmente, un hombre frente a mí rompió el silencio:
—Oye, nuevo, ¿por qué no nos cuentas sobre tu adicción para integrarte al grupo? No sé quién eres, y no pienso hablar hasta saberlo, porque no confío en alguien que no tiene nada que decir delante de un montón de adictos como nosotros.
Sus palabras me dejaron entre la espada y la pared, pero tenía razón. Yo tampoco podría abrirme y compartir mi desgracia mientras un extraño me observaba en medio del salón. Así que, consciente de que sería irrespetuoso seguir escuchando sus historias como un espectador, decidí arriesgarme, romper el silencio y empezar a hablar sobre mi adicción.
—No sé cómo empezar, pero creo que lo mejor que puedo decir es que quiero ser miembro de Triple A para entrar en un proceso de recuperación contra mi adicción. —dije con seriedad mientras apretaba con fuerza mis manos.
—Excelente Abel, sigue hablando —dijo el señor Morte cerrando su agenda y levantados de su silla para hacerse cerca de mí.
—Hace casi cuatro meses me di cuenta de que soy un adicto. Una dosis es suficiente para huir del mundo, pero ni mil son suficientes para mantenerme alejado de él. Decidí, por voluntad propia, aunque presionado por varias personas, acudir al psiquiatra. Las citas son cada dos meses, así que siento que no he avanzado mucho en mi recuperación; cada día me siento peor —dije, con la mirada fija en el suelo—. En la primera sesión, sin mostrar empatía alguna, el viejo que tengo como psiquiatra me dijo que mi adicción es una enfermedad crónica sin cura, que solo los tratamientos me ayudarían a sentirme libre de este peso. Pero el tratamiento que necesito, los Cubos-M, me los recetará solo cuando él lo considere oportuno... Lo siento, creo que estoy hablando de más.
—No, para nada. Sigue hablando, Abel. Tranquilo —dijo la amable joven junto a mí.
—Solo soy un adicto que busca desesperadamente una forma de escapar de este caos que siente y poder convertirse en una persona normal para entrar en un estado de “Monotonía”. Es lo que más necesito en la vida: encajar en este mundo, porque eso es lo que todos a mi alrededor me piden para ser alguien real. Eso es lo que soy ahora mismo, solo soy un maldito adicto.
—¡Espera, Abel! Entiendo que seas un adicto, como cualquiera de los presentes, pero te has olvidado de lo más importante para conectar con los demás —interrumpió el señor Morte con firmeza—. ¿Cuál es tu adicción?
—Sí, lo siento, no estoy acostumbrado a decirlo en voz alta por recomendación de mi psiquiatra y de mi familia —respondió Abel tímidamente—. Soy adictico... al amor.
Se escuchó una explosión de risas entre los presentes en la reunión, quienes se miraban unos a otros con complicidad. Abrumado por la vergüenza, me sonrojé y dejé caer mi vaso vacío de café al suelo. Me levanté de mi asiento, decidido a huir de aquella incómoda situación. Sin embargo, la joven amable tomó mi mano con firmeza y, tirando suavemente de mí, me instó a regresar a mi lugar con una mirada compasiva, mientras comenzaba a regañar a todos en la sala.
—¡Cállense, idiotas! —exclamó la joven con firmeza—. El chico nuevo aún no está familiarizado con nuestro humor sobre las adicciones —añadió, mirando a todos los presentes—Enzo, por favor, dale un ejemplo al chico nuevo de cómo hablar sobre una adicción, ya que fuiste tú quien le pidió que compartiera su historia con la ridícula excusa de la “confianza entre adictos”.
—Lo que tú digas, pero no te enojes tanto, Sofía. Para quienes no lo sepan, soy Enzo y soy adicto —confesó el hombre entre risas—. Pero no se trata de cualquier adicción; mi adicción son los besos. La conexión que se crea al besarnos, mientras cierro los ojos y siento cómo mi corazón se sumerge en la perfección del momento, es simplemente irresistible para mí.
—Relájate, Enzo —dijo el señor Morte con seriedad, mientras caminaba alrededor del círculo de sillas—. No es necesario que seas tan específico al hablar de tu adicción a los besos; recuerda la regla número dos de nuestro manual de supervivencia.
—“No creas en tus recuerdos. La memoria es selectiva y puede traicionarnos, creando una percepción distorsionada de lo que sentimos y vivimos.” Regla número dos del manual de supervivencia del adicto al amor —recitó Miguel, con evidente desánimo.
—¿Entendiste cómo se hace? —preguntó Sofía, mirándome atentamente—. Aquí en Triple A, es obvio que todos somos adictos al amor, el nombre de nuestro grupo lo dice, Adictos Anónimos al Amor. Por eso tienes que ser especifico con el tipo de amor al que eres adicto, más si eres nuevo. —añadió la joven, dándome unas delicadas palmadas de ánimo en la espalda—. Ya puedes continuar con tu historia, Abel.
—Mi adicción es… No sé si pueda decirlo; me da mucha vergüenza —dije mientras recogía mi vaso de café del suelo.
—No te presiones tanto —me dijo Iker desde su asiento—. Yo soy adicto a los abrazos cariñosos o, como diría el señor Morte, al “contacto físico empalagoso.”
—Yo soy adicta a pasar tiempo con quienes amo —dijo Madison, esbozando una sonrisa genuina—, que en palabras médicas sería algo así como “ofrecer mi vida a través del tiempo de calidad”, o eso me decía mi psiquiatra en cada consulta.
—La peor de todas es la adicción del señor Morte —dijo Sofía entre risas, señalándolo—. Nunca lo admite, pero su vicio es dibujar a las personas que ama. ¿Por qué crees que siempre anda tan metido en su agenda?
—Estás diciendo demasiado, Sofía —respondió el señor Morte, visiblemente avergonzado—. Lo que hago en mi agenda es tomar nota de lo más importante de nuestras sesiones, nada más.
—Entonces, ¿por qué no nos muestra lo que ha escrito sobre nuestras confesiones? —dijo Sofía con un toque de picardía.
—No, aún no he terminado de organizar mis ideas como para que alguien las lea —contestó el señor Morte, cerrando su agenda con cuidado.
—No le creas, Abel. Seguro ya tiene dibujado el rostro de su exesposa y de sus dos hijas —añadió Iker, riendo—. Pero lo niega todo, porque tiene que dar el ejemplo entre un montón de adictos como nosotros, ¿verdad?
Las risas llenaron el salón una vez más, y esta vez me dejé llevar, riendo junto a ellos. Incluso el señor Morte parecía disfrutar del momento; arrastró su silla más cerca, queriendo ser uno más del grupo. La conversación se volvió animada, y todos empezaron a hablar en voz alta sobre lo difícil que era lidiar con sus adicciones. Entre regaños, carcajadas y bromas algo ácidas, el salón vibraba con esa mezcla de camaradería y confesiones compartidas.
—Lo más difícil de mi adicción son los sentimientos —dijo uno de los adictos, haciendo una pausa para captar nuestra atención—. No entiendo cómo las personas normales pueden ocultarlos o controlarlos tan bien; en verdad los envidio. Me gustaría ser como ellos: tener un trabajo rutinario, dinero en el bolsillo, insomnio por las noches, discusiones por cosas sin importancia… Pero esa vida se me escapa, y sin importar cuántos tratamientos o Cubos-M use, creo que siempre seré un adicto por dar regalos sin razón ni motivo. ¡Ja, ja, ja!
—Mi adicción es mi peor trampa —agregó alguien entre las voces alegres que llenaban el salón—. Me hace sentir que todo lo que hago está bien, que el mundo está lleno de colores y que finalmente puedo ser yo misma. Pero como dijo el chico nuevo: una dosis me aleja del mundo, pero ni mil me permiten quedarme en él. ¡¿Por qué tuve que ser adicta al amor romántico?! ¡¿Por qué, Dios mío?!
—¿Por qué las rosas son el símbolo del amor en San Valentín? —preguntó Enzo con tono alegre a quienes estaban cerca de él—. Porque tienen espinas, igual que el amor. ¡Ja, ja, ja!
—¡Buuuu! ¡Qué chiste tan malo! —gritó Sofía divertida—. ¡Sáquenlo del salón! ¡Ja, ja, ja!
Entre el alegre bullicio de estos locos adictos, a los que yo también pertenecía, Sofía se levantó de su asiento con el rostro ensombrecido y caminó hacia la mesa del café. No sé qué me pasó; mis pies se movieron solos, y la seguí, intrigado por el cambio en su expresión, ahora sin el brillo de su sonrisa. La vi quedarse quieta, con los brazos cruzados, mirando fijamente las donas. Me acerqué a la mesa de al lado, donde estaba la máquina de café, serví un vaso y se lo ofrecí, con la esperanza de devolverle el gesto y animarla un poco. Ella lo tomó con si mirarme, y entonces le lancé una pregunta poco oportuna y que cualquier adicto diría.
—¿Estás bien?
—No… nadie ha probado mis donas —me contestó con un tono dulce e infantil—. Las hice con sus rellenos favoritos.
—¿No será que tienen miedo de que los regañes por tomar una dona antes de que terminé la reunión? —dije riendo.
—Desagradecido. No te vuelvo a defender de ese montón de locos. ¡Ja, ja, ja!
—¿Puedo ser el primero en comerme una de tus donas?
—No.
—¿Por qué?
—Son donas para adictos como yo —respondió con una mirada sagaz—. Y tú no me has dicho exactamente cuál es tu adicción. Así que no, no hay donas para ti… solo café.
—No lo recuerdo —dije, sirviéndome un poco de café—. ¿Y tú, señorita Sofía? ¿Te animas a contarme cuál es tu adicción?
—Touché —respondió Sofía, devolviéndome la mirada con picardía—. Creo que tampoco lo recuerdo —añadió, tomando un sorbo de café con una sonrisa cómplice—. ¿Qué tal si apostamos a ver quién recuerda primero?
—¿Y cómo sería esa apuesta? —pregunté, divertido—. Soy un desastre en piedra, papel o tijera, y dudo que alguien aquí tenga dados o una perinola.
—Ah, pero tengo algo mejor —respondió, señalando una caja de donas—. Aquí hay de chocolate y de crema pastelera.
—¡Ah, ya entendí qué clase de apuesta quieres hacer! —dije, entendiendo su plan.
—Exacto. Muerdes una dona, y si aciertas el relleno, te cuento sobre mi adicción. Pero si fallas, eres tú quien me habla de la suya. ¿Trato?
Sin pensarlo dos veces, Sofía tomó una de las cajas de donas y me la acercó, sonriendo con ese brillo travieso que la hacía ver casi como una niña. Observé las doce donas perfectamente alineadas, todas idénticas a simple vista. Después de una pausa dramática, elegí la del centro. La miré a los ojos y declaré con confianza: “Esta está rellena de chocolate”. Sofía soltó una carcajada y, en tono burlón, empezó a cantar: “Ya perdiste, ya perdiste”. Pero al darle el primer mordisco, la verdad se reveló: una explosión de intenso chocolate me confirmó la victoria. Era, sin duda, la dona más deliciosa que había probado en mi vida.
—¿Cómo lograste hacer algo tan delicioso como esto? —dije, con la boca manchada de chocolate—. Creo que me voy a llevar una caja entera solo para mí y comerme una cada día.
—Con amor —respondió Sofía, con una sonrisa tímida—. Esa es mi adicción: el amor por la comida. No puedo dejar de cocinar con el corazón. Tengo una pastelería algo anticuada y llena de colores, pero casi nadie va o compra porque no es como las panaderías ejecutivas, esas llenas de comida hecha por máquinas. Es difícil competir con eso. Yo cocino con mis manos y mi alma, pero todos a mi alrededor insisten en que deje mi adicción y me adapte a lo que la sociedad demanda. Me dicen que debería ganar dinero y ser una chef “normal”. Pero no quiero arruinar mi mente tomando Cubos-M. Perdí a mi padre por culpa de esas pastillas; olvidó quién era. El señor Morte tiene razón al decir que esos químicos te convierten en otra persona, como una máquina sin voluntad. —Sofía se sonrojó levemente—. Ahora ya sabes mi secreto... ¿y el tuyo, Abel?

—Te entiendo, me pasa igual. Todo el tiempo me dicen que debería dejar mi adicción y convertirme en un adulto normal, con dinero y frustraciones —le respondí mientras mordía la deliciosa dona de chocolate—. Hay días, incluso semanas, en los que me pierdo por completo en mi adicción y siento que el mundo me deja atrás porque no sé cómo ser una persona normal, como cualquiera. —Añadí, masticando la dona con una sonrisa—. Y, para que lo sepas, esta dona está deliciosa. Eres una gran Chef, aunque no seas una persona normal como todas ¡Ja, ja, ja!
—No hagas trampa, tienes que decirme exactamente a qué eres adicto —dijo Sofía en tono juguetón.
—Está bien—confesé, algo avergonzado—. Soy adicto... a escribir sobre el amor. Mi corazón late cada día con emociones tan intensas que no alcanzo a comprender. Se lo conté a mi madre, pero no me creyó; le pedí consejo a mi padre, y me juzgó. Fui honesto con mi expareja, y simplemente desapareció. Sé que suena extraño, pero si no me encierro en mi cuarto por días, a veces semanas, a escribir sobre el amor y lo que siento, arrancando y tirando hojas por todas partes, siento que no puedo seguir. Por eso creo que mi mejor opción es usar los Cubos-M para ser alguien “normal”, alguien distinto de quien soy. No es que quiera usarlos; es que el mundo parece exigírmelo.
—Entonces somos dos adictos más en esta sociedad. Podría intentar ser "normal" y encajar en el mundo, pero, siendo honesta, no lo deseo. Prefiero ser quien soy ahora. Por eso vengo siempre que puedo a estas reuniones de Triple A, solo para recordar que no soy la única que sufre por una adicción al amor. Ya lo acepté, y así será siempre. Es una vida solitaria en un mundo lleno de personas "normales" o, como diría el señor Morte, un mundo de monotonía. ¿No lo crees?
—No lo creo —respondí, terminando el último bocado de la dona—. Porque aquí estamos los dos, hablando de nuestra adicción, rodeados de otros como nosotros. Lo que creo es que nadie "normal" nos entendería; solo un adicto puede comprender a otro adicto. Por eso estás aquí, para sentirte comprendida. Y por eso vine yo también: para encontrar a alguien como tú y darme cuenta de que no estoy solo.
Por unos segundos, nos reímos, conscientes de lo absurdo que era tratar de encontrar comprensión en un mundo que nos veía como extraños.
—Parece que estamos realmente unidos en esta adicción. Menos mal que sabemos que es una enfermedad crónica —rió Sofía, tomando una de sus donas con alegría—. Abel, ¿puedo pedirte algo, de un adicto a otro?
—Claro que sí, señorita Sofía.
—¿Me escribirías una carta de amor antes de que esos Cubos-M te vuelvan "normal"?
—Acepto, pero solo si tú me preparas algo especial, para evitar que llegue a ser alguien "normal".
—Todos los días te haré algo de comer con el amor que siento en mi corazón —respondió Sofía, con una chispa decidida en sus ojos.
—Y yo todos los días te escribiré con el amor que tengo en mi corazón.
—Es un trato —dijo Sofía, extendiendo su meñique para sellarlo.
—No —le respondí, entrelazando su meñique con el mío—. No es un trato.
—¿Entonces qué es?
—Es una promesa… entre dos adictos al amor.

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