Uno

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Helena se despertó muy temprano. Era sábado, y el frío del invierno no la había dejado dormir. Pero no solo era el frío, también estaban los pensamientos suicidas que la acorralaban de vez en cuando.

Había pasado mucho tiempo desde el incidente con su hermana Deborah. La pobre Deborah le hacía una falta enorme. Y por más que intentaba ocupar su mente con trabajos en línea que nunca imaginó hacer, el vacío que dejó su hermana solo se intensificaba.

Después de regresar a los Estados Unidos, Helena había intentado conservar su trabajo en el DSO. Fue invitada a varias misiones junto a Leon Kennedy y otros agentes, pero no aceptó ninguna debido a la angustia que le provocaba la idea de volver a tener un arma en las manos. Como resultado, la relegaron al papeleo en la oficina, una tarea que tampoco pudo soportar.

Sin opciones y necesitando dinero, se inscribió en un programa de motivación que no pedía muchos datos personales y que apareció tantas veces en su pantalla que fue inevitable no abrirlo. Pasó meses motivando a otros a seguir con sus vidas, mientras no hacía nada por salvar la suya.

Durante ese tiempo, se aisló tanto que su piel, ya pálida, se volvió casi translúcida. De hecho, cuando finalmente salió de nuevo, al sentir el sol en la cara, pensó que se le iba a caer. Nadie la visitó y las únicas llamadas que recibió fueron las quinientas que le hizo Ingrid Hunnigan, una secretaria del DSO que parecía genuinamente preocupada. Desesperada, Helena cambió su número. Pero en un arrebato, llamó a Hunnigan solo para insultarla, acusándola de no dejarla en paz. Luego, al colgar, se sintió aún más inútil.

Fue entonces que decidió vender la casa familiar y mudarse a una pequeña habitación en las afueras de Florida con la ridícula idea de empezar de cero. Hasta que, una mañana, mientras paseaba a Puf, el perro que había adoptado para que le hiciera compañía, se encontró de frente con Leon Kennedy. Su excompañero.

Leon la saludó con esa misma amabilidad de siempre. Habló de temas que no tenían nada que ver con el DSO ni con los insultos que ella le había lanzado a Hunnigan. No la juzgó en absoluto. Y cuando le propuso ir a tomar un café para ponerse al día —ya que estaba de descanso toda la semana—, Helena aceptó, casi sin pensarlo.

Desde ahí, su vida comenzó a cambiar otra vez. De manera más positiva... Quizás.

Volviendo al momento actual, mientras se preparaba para pasear a Puf con cansancio, pensaba en hacer algo importante: invitar a Leon a cenar para confesarle lo que sentía.

Dos largos años habían pasado, dos largos años desde que se había vuelto una solterona desesperada. Leon no estuvo con ella todo ese tiempo, pero cuando el caos se desató en Tall Oaks, él fue la única persona en la que había podido confiar. Él fue su héroe, su salvador, su mano amiga cuando decidió vengarse de Derek S. Simmons, exjefe de seguridad nacional, asesino de su hermana y el causante de todas sus desgracias.

—Espera un poco —le dijo a su perro, que intentaba soltarse—. Solo un poco hasta que él venga.

Se reunía con Leon, casi todas las mañanas, en el mismo café de siempre, un lugar modesto y anticuado que había resistido el paso del tiempo. Los muebles de madera, gastados por los años, crujían apenas cuando alguien se sentaba, y los manteles de seda blanca, aunque bien cuidados, parecían una adición extraña en un entorno tan rústico.

Helena ató la cadena de su perro a la pata de un mueble, como siempre hacía. Los animales no estaban permitidos, pero ella insistió tanto en que su perro era su bebé que las meseras habían dejado de intentar sacarlo.

De todos modos, Helena prefería sentarse lejos del resto, en la última fila de mesas, junto a una ventana rota que nunca arreglaban. Desde allí, el sol de la mañana golpeaba con más fuerza. El aroma del café recién molido se mezclaba con el olor tenue de la madera, dándole al lugar un aire nostálgico.

Dejar atrás un pasado que lastimaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora