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Odessa despertó antes de que su alarma sonara, como siempre. La luz de la mañana se colaba a través de las cortinas, pero ella no tenía ganas de levantarse. Las mismas paredes grises, las mismas sábanas que la habían visto pasar una y otra vez las mismas noches solitarias. No era que no tuviera ganas de salir, era que sabía exactamente lo que le esperaba fuera.

Suspiró, se estiró en la cama y miró el reloj. 7:30 a.m. Era hora de ponerse en marcha.

Se levantó, se dirigió al baño sin decir una palabra, como si nadie estuviera esperando su voz en la casa. El agua fría la despejó un poco, pero no la animó. A su alrededor, todo parecía callado, vacío, como si estuviera atrapada en un ciclo sin fin. Como todos los días.

Cuando salió del baño, se cambió rápidamente. Unos jeans rotos, una camiseta gris y una chaqueta de cuero que había visto mejores días. Se observó un segundo en el espejo, tratando de encontrar algo que la hiciera sentir bien, pero no lo encontró. Solo una mirada cansada, cansada de todo.

Al bajar las escaleras, el aroma del café fresco llenó la casa. Su madre, como siempre, estaba en la cocina. Una mujer de unos 40, con el cabello recogido en un moño desordenado y el rostro marcado por el trabajo duro de los últimos años. A pesar de todo, aún tenía esa luz en los ojos, esa esperanza que Odessa, por alguna razón, no compartía.

Madre: —Buenos días, cariño. (le sonrió mientras le servía una taza de café)

Odessa no respondió de inmediato. Simplemente se sentó a la mesa, mirando las huellas de tazas y platos olvidados de la noche anterior.

Odessa: —Voy a estar tarde hoy. No quiero que me esperes para la cena.

Madre: —¿Por qué? (frunció el ceño, su voz llena de preocupación) ¿Tienes algún plan con las chicas?

Odessa: —No. Solo necesito estar sola.

Su madre la miró, como si tratara de leer entre líneas. Sabía que Odessa no era de muchas palabras, pero lo que más le preocupaba era el hecho de que su hija siempre estaba "sola". No porque lo quisiera, sino porque se mantenía apartada de todo. En los últimos meses, las cosas parecían empeorar. El dolor en sus ojos era más evidente, la tristeza se reflejaba en su manera de moverse.

Madre: —Odessa, sé que te sientes así, pero... (suspiró, acercándose a ella) Si alguna vez necesitas hablar, yo estoy aquí,tienes que entender que tú padre no es buena persona y por eso nos alejamos de él y ya porfavor no quiero que me hagas meter el tema.

Odessa no le dio una respuesta inmediata. Solo se encogió de hombros, como si no le importara. Su madre lo sabía, pero no sabía cómo alcanzarla, cómo sacar esa parte de su hija que se negaba a salir.

Odessa: —No necesito hablar, todo fue tu culpa el es bueno u tú decidiste meterlo en rehabilitación (su tono fue bajo, pero firme)

Madre: —Lo sé, cariño, pero recuerda que no siempre vas a estar sola. (sonrió suavemente) Y tú vales mucho más de lo que piensas.

Odessa la miró, un destello de dolor cruzó su rostro, pero rápidamente lo ocultó. Se levantó de la mesa, tomó su mochila y dio un vistazo rápido a su madre antes de salir de la cocina.

Odessa: —Nos vemos luego. (dijo, sin emoción, pero con una leve sonrisa que no llegaba a los ojos)

Madre: —Te quiero, Odessa.

Silencio.

Odessa no respondió. Caminó hacia la puerta, y antes de salir, un último pensamiento cruzó por su mente: ¿Qué iba a pasar hoy? Sabía que la escuela sería igual a siempre, pero había algo en el aire. Algo que la mantenía alerta, como si un cambio estuviera por llegar.

Inmune a TiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora