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Cas

Lo único bueno de tener un profesor medio lento para darse cuenta de la viveza de sus alumnos es que se puede sacar provecho de eso muy fácil

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Cas

Lo único bueno de tener un profesor medio lento para darse cuenta de la viveza de sus alumnos es que se puede sacar provecho de eso muy fácil. El profesor Gerardo es bastante permisivo, alguna vez dejó que un manipulador por excelencia de nuestro curso se saliera durante las dos horas de clase. Mintió y el pendejo nunca tuvo alguna consecuencia.

Utilizo esa misma estrategia con él. Hoy es jueves, estamos en hora de Educación para la Ciudadanía. Me gusta esta clase en lo personal, talvez por ser muy política y pasármela en Facebook contestando a comentarios y funando gente. Tengo opiniones y el profesor acepta oír las opiniones del alumnado. Aunque a muchos, como mis dos queridos amigos, les parezca una pérdida de tiempo.

Ellos anduvieron insistentes en el recreo, me pidieron que aprovechara y que fuera con ellos a regar unas plantas. Algunos personajes inútiles, como aquel que cumple el rol de conserje/jardinero, van a tener más tiempo libre ya que el profesor nos ofreció para ir a regar con tachos unas plantas en la zona de los niños, cosa que debería entrar en su lista de tareas. Me perdí con todo esto, el punto es que tengo que pedir al profesor permiso de que Maya y Josué vayan en su hora de clases.

Así que cuando comienza la clase, los tres nos aproximamos hacia el escritorio. Yo tomo la palabra:

—Profesor, ¿puedo hacerle un pregunta antes de que comience la clase?

—Claro que sí, Casandra.

—Es que una señorita y un señorito se olvidaron hoy de regar las plantas, me pidieron que les sacara permiso.

—Ah, claro, no tengo ningún problema con que vayan —responde, bastante feliz de que al menos tres alumnos se tomen en serio parte de los proyectos—. Solo no demoren mucho, lleguen antes de que termine la primera hora que tengo con ustedes.

—Profe —interrumpe Maya. Ella con personas ajenas siempre baja involuntariamente el tono de su voz—, ¿no nos podemos llevar a Cas? Para que nos ayude y terminemos más rápido.

—Sí, hay tres tachos —añade Josué—. Así nos apuramos y terminamos antes de que acabe la hora, profe. Vea, se lo prometemos.

—Son unos sabidos —dice él, riéndose—. Está bien, pero si no llegan antes de que suene el timbre esté tipo de permisos se acaban.

Todos asentimos, conscientes de que es una de sus amenazas vacías, aquellas que hace con el único propósito de reafirmar la autoridad que le falta.

—¡Gracias, profe!

Salimos los tres a un ritmo tranquilo, pasos firme y seguros. Nuestro salón está al fondo de todo el colegio, muy cerca de los baños y de una arboleda en la que al entrar a uno lo pueden comer vivo los mosquitos. Pero cuando estamos definitivamente fuera de la vista del profesor Gerardo, los tres corremos por la cancha aclamando nuestra libertad recuperada.

—Romper las reglas sin romperlas sabe a gloria —dice. Él alza las manos como un guerrero victorioso después de una gran batalla, o algo así. Entiendo el sentimiento, el de vencer a un sistema absurdo a través de sus propios obsoletos medios.

Tan solo dejamos de correr cuando llegamos a nuestra zona de trabajo, el área de los niños de inicial y primero. El parque en miniatura de los niños más chiquitos de todo el colegio es, pese al descuido y el desgaste, bastante bonito. Ahí está el jardín que debemos regar. Hay una variedad enorme de plantas medicinales y ornamentales que trajeron los mismos niños debido a un trabajo que realizaron a inicios de año. Una explosión de color al lado de los columpios y la resbaladera.

—Sabe a gloria —replico, respondiendo muy tarde al comentario de Josué—, y sumo puntos en contra de Lía con el profesor. Ahora mismo él ve como solo una de sus dos líderes de proyecto de verdad se preocupa por estos.

—Has comenzado a ensañarte mucho con esa man —señala Maya—. ¿Por qué no la olvidas un poquito y dejas de hacer las cosas para competir con ella?

—Porque la competitividad está en su lésbico ser, ¿no te has dado cuenta que se cabrea cuando le ganamos jugando Uno? —ellos dos se ríen de mí con este remate, por lo bajo y con cariño, pero se ríen.

Me quedo sumida en un incómodo silencio. Su comentario me molesta, ya que hay dos cosas que detesto que me digan: Casandra, en vez de Cas, y lesbiana. No porque me parezca algo malo, degradante o inmoral de alguna forma el hecho de amar a una mujer siendo mujer. Sino porque ¡no lo soy! Tampoco soy bisexual, como Maya nos ha dicho que se identifica; ni hetero. Y dentro de la cabeza de mis amigos parece que, por descarte, al no identificarme con niguna de estas dos etiquetas automáticamente soy eso…

—¡Ey! Deje de mirarnos señorita líder y ayúdenos a regar las flores —dice Josué lanzándome uno de los tres tachitos con los que debemos ir a la llave, al otro lado de la cancha, para llenarlos y volver para regar cada mísera flor.

No entiendo como es que algunas personas disfrutan cuidar de plantas. Para mí es tedioso y aburrido.

Josué termina siendo nuestro mandadero. Determinamos que es mejor que solo uno de los tres fuera a ver el agua, entre que se va y se viene a dejar los tachos llenos el que se dejó en la llave ya debe estar por la mitad, aunque sea. Es un ahorro de tiempo y de energía para dos del equipo. Claro, el elegido para esa tarea más cansada fue él. Mi trabajo era recibirlos casi a la mitad del camino y Maya tenía que darles el agua a las plantas. Sin pensarlo, creamos una cadena de montaje humana para una acción tan sencilla.

Josué jamás se queja por más que tenga todo el derecho de hacerlo, ya que lo enviamos por los tachos de agua al menos más de diez veces. Empieza a sudar como puerco después del tercer viaje,

—Te tengo una pregunta genuina, Cas —me dice Maya mientras está de rodillas frente al jardín.

—Me das miedo cuando me hablas con esa seriedad, como un témpano de hielo cuando eres más como un terroncito de azúcar morena…

Ella intenta disimular esa risita nerviosa y después amaga que me va a tirar el agua encima. Doy un brinco y retrocedo, no quiero terminar empapada.

—¡Oye!

—¡Casi haces que se me olvide lo que te voy a decir, Cas!

—¿Te provocan amnesia mis halagos?

—¡No! Solo me distraes.

—¿Entonces soy una distracción? —trato de imitar un tono de voz bajo y coqueto, que seguro suena patético, para molestarla.

—Te juro que me estresas un poco cada vez que te pones así —confiesa—. No, es que… ¿Por qué no intentas llevarte mejor con tu compañera de trabajo? O sea, ya no puedes librarte porque ya pasaron casi dos semanas. Aunque sea intenta soportarla cuando les toque trabajar juntas, que ha de ser por harto tiempo. Hablé con ella enante, en el recreoelno fue grosera ni nada.

—Uno: que estándares tan bajos. Dos: seguramente intenta quedar bien. La he escuchado decir que no nos soportamos, por primera vez no puedo culparla por esto, porque la plena. Así es y así será, a menos de que una dé su brazo a torcer y sabes que esa no seré yo.

—No quiero que esto suene mal, pero ¿no has pensado que hay un problema y que talvez no sea ella? Casi cualquier persona que la conoce se lleva bien con ella o le da igual, excepto por ti…

Analizo sus palabras en silencio. De verdad, como detesto gastar parte de mí energía y salud mental con este tipo reflexiones, y más cuando mis amigos las provocan. Es extraño. Pero de algún modo entiendo lo que me dice, sin poder aceptarlo. Al final busco algo para voltear esta enredada situación porque no sé qué hacer.

—Si querías decirme que soy una asocial de mierda y un ser humano desagradable, me lo hubieras dicho sin tanto… Lo sé —digo, después de un segundo de reflexión, en un tono sarcástico.

—¡No te digo eso! Solo… Me expresé mal. Solo creo que talvez pones innecesariamente demasiada distancia con la gente. Hasta con nosotros.

Josué llega derramando agua, recorrió él solo toda la cancha cuando mi trabajo era evitar esto precisamente. Corro donde él, es lo único que se me ocurre y me dirijo a regar los oréganos que, por culpa de mi mal carácter, terminan inundados.

—Díganme que ese fue el último perro tacho, porque no pienso ir más a ver agua —dice Josué, sentándose en uno de los columpios vacíos.

No se distingue si esas marcas en su camisa son de sudor o de la misma agua que él se salpicó transportando a los brincos cada recipiente.

—Este ya es el último, descansa y nos iremos al curso —le dijo Maya.

—¡Ni qué descansa, ni cuál descansa! No soy su esclavo, me deben un agua helado o algo. Ustedes bien lindas aquí en la sombra y yo de allá para acá.

—Si fastidias, ¿no?

—Fastidiarlas a ustedes es mi pasatiempo favorito.

Sé que lo que me dijo Maya me afectó cuando no puedo reírme de este último chiste barato.

Ellos se molestan mientras yo observo, callada. No dicen nada al respecto porque esta dinámica es tan habitual como aquella en la que yo también participo en el bullyng de amigos. Después de un rato, por casualidad del destino, Josué mira su reloj digital de pésimo gusto. La correa es de azul brillante y tiene un fondo de pantalla de Messi. Él es un futbolero jodido, ¿qué mierda hace con dos chicas queer como mejores amigas?

—¡Verga! ¡En dos minutos suena el timbre!

Nos miramos los tres, pálidos a pesar de que todos éramos morenos, y volvemos a correr pero ahora de regreso al aula. Josué se mete la funda de agua en menos de un segundo y se une a nuestra carrera. De inmediato nos supera. No podíamos llegar con comida al curso. Y, lo sé, el agua no cuenta como comida pero es una medida extra de seguridad.

Cerca de las aulas, casi chocamos con un alumno que venía del baño, lo cual hubiera sido además de un retraso un accidente aparatoso. El niño es de octavo grado, más chiquito en estatura que Maya, estábamos a punto de aplastarlo. Después de pedir disculpas, seguimos. Solo bajamos el ritmo, como si llegáramos caminando,  al acercarnos a nuestro salón. El profesor nos mira desde antes de llegar a la puerta a través de la reja.

Llegamos, con toda la tranquilidad del mundo. Josué me empuja al frente para hablar por los tres.

—Permiso, profesor, ¿podemos pasar? —pregunto, aparentando una indiferencia y una quietud que en la puta vida he tenido.

—¿No que iban a llegar antes del cambio de hora?

—Aún no ha sonado el timbre…

Después de decirlo, el sonido más agudo y molesto que alguna vez oí retumba otra vez por todo el colegio.

—Técnicamente llegamos antes de que sonara —digo

El profesor Gerardo suspira, quizás comienza a cansarse de que sus alumnos intenten verle la cara de pendejo. Pero al final nos deja pasar con la advertencia de que, si vuelve a pasar, ya no nos dejará entrar al salón. Aunque Maya y Josué van a sus pupitres, yo me desvío al casillero. Bueno hubiera sido que fueran unos casilleros metálicos, de esos que salen en las películas gringas. Estos son como estantes donde apenas alcanza el especio para guardar cuadernos, textos y carpetas.

Agarro el cuaderno de ciudadanía y otro más, el de matemáticas, lo tomo antes de olvidar que tengo que llevarlo porque hay tarea. Antes de pasar a mi pupitre, un punzón de rencor me pega, me impide irme sin antes hacer una petición al profesor.

Lo que me dijo Maya, que me estaba ensañando y que quizá soy una asocial que no puede relacionarse con las personas, no quise ni tomarlo en cuenta. Por dolida nomás. Ganarle a esa pendeja que se creía más de lo que era se sentía realmente satisfactorio, y hacerla quedar mal aún más.

¿Por qué? Porque ella siempre intentó hacer esto conmigo.

—¿Puedo pedirle algo? —pregunto. El profesor asiente con cierta delicadeza en cuanto nota el tono bajo de mi voz—. Si demuestro tener un mejor desempeño que Lía, ¿consideraría dejarme solo a mí como líder del proyecto?

—Casandra, parte del crecimiento académico y después laboral, se verá resumido a tener que realizar trabajos con personas con las que to lleves más veces de las que te imaginas. No es algo que pueda permitir.

—No es solo que no me lleve con ella, ¡ya lo vio! En tres semanas, casi no se ha involucrado en ningún proyecto.

—¿Y usted sí? —Me siento amenazada con esta respuesta—. Mire, me parece que los alumnos a veces piensan que uno nace siendo profesor. Sé lo que hiciste hoy, que pusiste el pretexto de ayudar con el proyecto para salirte del aula. Yo me doy cuenta de las cosas, sé cuanto hacen o no hacen los alumnos.

Chale, me humilló.

No puedo respóndele algo que sea coherente y al mismo tiempo respetuoso, así que me contengo.

—Por favor, vaya a sentarse.

[…]

Maya y Josué viven en otro sitio de este cantón remoto llamado Rocafuerte, cosa que se siente un poco deprimente. Ellos van para El Cerecito caminando con un grupo de estudiantes de todos los cursos. Yo vivo en El Pueblito. No entiendo por qué todas estas comunidades usan diminutivos para sus nombre. Mi punto es que, mi trayecto lo hago en completa soledad. Una soledad metafórica, ya que muchos usan este camino para llegar a sus casas, pero con nadie tengo la confianza de pegármele como garrapata hasta llegar a mi casa.

Esta se ubica en una subida marcada por tierra y cascajo. Es un lugar pequeño, hecho de ladrillo y cemento; enlucida sólo en la fachada, que pintamos recientemente de color melón, y algunas de las paredes interiores. Mide menos de cincuenta metros cuadrados, pero aún así es mi hogar.

Al llegar, no hay nadie. Mi mamá termina su trabajo a las seis y treinta, sumado al trayecto de al menos cuarenta minutos, suele estar en casa a las siete de la noche. Desde que volvimos a clases presenciales el año pasado, he tenido que acostumbrarme a este ritmo de vida, casi como vivir sola con la excepción de que mi madre me mantiene. Dejo mi mochila en mi cuarto y me dirijo a la cocina.

Cuando tenía doce dejaba cualquier platillo salado, sin sal, quemado o crudo por dentro. Nada que fuera comestible o apetecible. Tener que enfrentarme a este arte tan seguido me hizo mejorar a las malas.

Los manabas siempre tenemos en la cocina un buen racimo de verde, lo ocupamos para cualquier platillo. Sé que hay estofado del almuerzo, así que no me complico y frito los plátanos para acompañar. Pienso en una excusa para mi falta de interés en la comida, algo creíble que pueda decirle a mi mamá. No llego a nada mejor que la verdad y dejar su entendimiento a la suerte.

Espero que el aceite caliente mientras veo mi celular. Maya y Josué ya llegaron a sus casas. Lo sé porque mandaron mensajes a nuestro grupo de WhatsApp. Le pusimos de nombre «Chismecito» aunque lo ocupamos para todo menos contarnos chismes, estos nos los guardamos para cuando nos vemos en el colegio.

No les contesto. Doy vueltas en cualquier lado hasta que ya me toca freír.

Mi mamá llega mientras ocupo la tapa de una olla como escudo, porque a pesar de que he cocinado durante los últimos cuatro años sigo teniéndole miedo al aceite.

Su cabello está desordenado, se ve peor cuando se observa ese maltrato característico de pasarle la plancha todos los días y de teñirlo con frecuencia. Su cabello era naturalmente rizado y un poco canoso, ambas características que prefería ocultar. En realidad no es tan vieja, no tiene ni cuarenta años. Pero se ve cansada. La saludo con una sonrisa, ella apenas me responde y se sienta en la mesa, suspirando.

Sé que piensa en facturas, trabajo, sobretiempos, el viaje tan tedioso hacia su trabajo y el tramo oscuro, lleno de baches, que le toca caminar para llegar a casa. Se ha quejado de esto conmigo. ¿Con quién más sino? Entre tantas quejas, sale a relucir eventualmente que yo también le genero un inevitable y enorme estrés. Así que hago lo posible para ayudarla.

Sirvo los platos con comida. Mientras los llevó a la mesa, mi mamá me detiene y me dice con una obvia frustración:

—Casandra —Algo hice mal, lo sé desde que me llamó así, y mi mente se queda en blanco—. ¡Mira! Ya te ensuciaste la camisa con aceite, ¡y es un uniforme!

—Tranquila —digo, depositando los platos en la mesa—, no es problema para ti. Mañana me toca lavar y…

—¿Me estás reclamando?

Talvez el estrés altera todos sus sentidos, hasta su audición para que no distinguiera el tono en mis palabras. No lo dije en son de reclamo, pero le pareció que así era.

—No.

Me siento y evito mirarla demasiado mientras como. No quiero juzgarla, hablar de más o enojarme por algo tan estúpido, talvez estaba sobrecargada de trabajo y ya.

Después de diez minutos comiendo en silencio, ella dice;

—¿Y? Cuéntame algo de tu vida, niña. Eres mi hija y casi no sé nada sobre ti.

—Tod anda bien —titubeo—. Seguimos en eso de PPE y… Eh, te quería pedir permiso para salir el domingo con Maya y Josué.

—¿Otra vez? ¿Qué tanto hacen, eh?

—Damos vueltas por ahí. La semana pasada fuimos a la cancha y terminamos jugando con otra gente.

Murmura algo y se aprieta el entrecejo.

—¡Cuidadito, Casandra! Tú me llegas a salir con una payasada y me vas a conocer —amenaza.

—¿Qué es una payasada, según tú?

—No te hagas la inocente. Sabes que ese peladito no me cae nada bien… Y Maya, tan linda que parece, tampoco.

Quiero creer que es solamente su instinto materno cayendo en la eterna preocupación, pero al mismo tiempo una parte de mí se siente juzgada. Me siento terrible cuando ella hace ese tipo de comentario, que en primer lugar, ni siquiera van al caso. Y en segundo lugar, me da a entender que piensa que no soy más que una adolescente pendeja que el cualquier momento puede tirar su vida a la basura.

—¿Puedes lavar los platos, ma? —pregunto, tanteando el terreno. Como rápido, no hay nada ya en el plato sino sobras—. Tengo mucha tarea y voy a mi cuarto.

Tras su afirmativa, me voy a encerrar a mi cuarto. No salgo el resto de la noche.

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⏰ Última actualización: Nov 09 ⏰

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