Apagué la tele de un manotazo y lancé el control remoto sobre el sillón donde revotó un par de veces hasta caer predeciblemente al suelo. Recogí las botellas de cerveza vacías de la noche anterior y caminé descalzo. Me quejé audiblemente y lancé varias palabrotas cuando sentí en las palmas de los pies, la sensación pegajosa de los tragos derramados.
Tendría que volver a repetirle, como si se tratara de un niño a Martín que si ensuciaba algo, debía lavarlo, ordenarlo, o al menos tener la decencia de poner diario. Yo no podía hacer todo.
Tiré las botellas en el basurero que estaba demasiado lleno. Con los dedos me masajee las sienes. Tenía que estar listo en menos de media hora; la casa estaba hecha un desastre, y los pequeños burgueses seguían discutiendo si era correcto o no, distribuir un libro para niños sobre la igualdad de género.
Como si los mocosos fueran a aprender algo de tolerancia y respeto. Terminarían igual que sus padres súper liberales, Openmind, y toda esa basura hippy mirándonos con reproche y asco, en sus autos bonitos, cuando estemos parados en la calle a quince centímetros del suelo.
Que los repartieran o no, daba lo mismo.
Distintos tipos de familia. Ja.
Mamás y mamás, papás y papás, mamás y papas, abuelas, madres solas, padres solos, ¿y los travestis?
Una sonrisa ladeada más como mueca se formó en mi cara.
Estupideces, basura.
Salí de la cocina a pasos rápidos. Tenía mucho por hacer, Martín estaba perdido en alguna parte de Santiago, y por lo tanto, tendría que arreglarme solo.
Entré a la habitación y encendí la luz del tocador. De las siete luces, encendieron cinco, pero eso bastaba para revelar un par de ojos cansados, ojeras profundas, un moretón en el pómulo izquierdo. Levanté la mano hasta el sector y lo toqué con los dedos fríos.
Apreté los dientes y traté de no volver a repasar las imágenes de la noche anterior, era inevitable volver a sentir el puño golpeándome, el rasgado de mis faldas, el escupo que cayó directo sobre mi pecho.
Con la mano sudorosa y temblando, tomé el peineta y comencé a desenredar mi pelo, desde el casco hasta las puntas con delicadeza para no tirar. Cuando la olla de fideos que antes tenía se convirtió en una cascada más o menos digna, partí el pelo en dos y me hice un tomate. Un ronroneo me hizo bajar la vista. La piel de la pierna derecha se me erizó cuando Hechiza pasó su cola.
-Hay que trabajar –Le comenté cuando con sus ojos verdes parecieron observarme de manera reprochadora- Sé que prometí bajar el ritmo, pero ya sabes. Dos bocas, y solo un par de manos que trabajan –Ella volvió a ronronear y pasó su cabeza gris de pocos pelos por mi pierna.
Volví a mi labor. Observé mi reflejo y parpadee. Agarré el estuche de maquillaje y comencé: rímel en las pestañas, un toque suave de sombra en los parpados.
Diana ya comenzaba a aparecer con toda su majestad y brillo.
Me entusiasmé.
Hechiza saltó sobre la cama y se acostó. La pude observar mirándome despreocupada a través del espejo.
-Déjame, me gusta lo que hago –Le dije. Ella se lamió la pata ignorándome como si fuese la reina Isabel en persona.
Debería cambiarle el nombre, era demasiado presumida y delicada, para llevar un nombre tan vulgar.
Hundí los dedos en el pote de base y los pasé por mis mejillas, cuando llegué al moretón los dedos me picaron.
Algún día llegaría mi suerte, llegaría un hombre que me quisiera, a quien no tuviera que arrendarle mi corazón.
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La revancha
RomanceCuento ganador del 1er concurso literario de la Universidad de los Andes en el año 2014, Chile.