Su nombre no tiene importancia, lo trascendental a mencionar es que era un joven amable y de buen corazón. A pesar de haber vivido su infancia en precarias condiciones poseía ambición, más no podía considerársele alguien ambicioso. Deseaba tener un hogar donde pudiera sentirse pleno, pero sobre todo que fuera suyo. Un buen día, cuando dicho joven caminaba por las playas de la ciudad en que vivía, observó embelesado el golpear de las olas contra la arena y aquel blanco acantilado desde donde imaginó podría contemplar mejor dicho paisaje.
<<Trabajaré todavía más, y con el dinero que ahorre haré construir una gran mansión allí, en la misma sima del acantilado. Así podré despertar escuchando la música del océano y mirar las gaviotas volar hacia el horizonte>>, pensó decidido.
Con el paso de los años el joven se hizo hombre, y sus anhelos se convirtieron en una realidad. Había trabajado tanto que sus antes tersas manos ahora resultaban callosas, pero, no obstante, la prueba de su esfuerzo finalmente estaba ahí. La gran mansión se levantaba fuerte y orgullosa en el acantilado que una vez en el pasado observó con tanta admiración. A los pocos meses de establecerse en su nueva residencia, el hombre contrajo matrimonio con una mujer a quien amaba. Por supuesto, en los años posteriores nacieron hijos y el hombre ya sin necesidad, pero con un firme deseo, continúo trabajando. Sin embargo, tal como debe suceder, el tiempo no se detuvo. El hombre se hizo anciano, y con la vejez llegó la enfermedad. A pesar de que había ayudado a tantos, había sido el mejor padre y un excelente abuelo, la decadencia se hizo presente en él y en la mansión del acantilado. La pintura se opacó y resquebrajó, la madera comenzó a pudrirse y el polvo invadió las estancias y ventanas. El anciano por su parte, no pudo continuar trabajando más. Olvidó lo que tenía, lo que era suyo y todo lo que había llegado a ser. Ya no recordaba quienes eran las personas que veía día con día, sus nombres o el lugar donde se encontraba. Más pronto que tarde, la gente de la ciudad que frecuentaba visitar la casa del acantilado, y recibió en algún momento el apoyo del anciano, dejo de ir. Su propia familia que antes lo trataba con cariño y le había manifestado en repetidas ocasiones su querer, pasó a dirigirse a él con tonos de fastidio y menosprecio.
—¡Estoy harta de ti! ¡Te pasas la vida dándome problemas! —le gritó su esposa una noche, con la voz a punto de quebrarse.
Pero el anciano no le prestó atención. Estaba perdido mirándose en el gran espejo que había en la habitación, mientras se pasaba las manos por la quijada hasta llegar a la barbilla y luego a los labios. ¿Quién era ese anciano que tenía delante suyo? ¿Acaso era él?
<<¿Pero en realidad, quien soy yo? ¿Cuál es mi nombre?>>, se cuestionó desesperado.
—¡Te estoy hablando! —insistió la esposa.
El anciano se giró a mirarla con lentitud, desconfiado. <<¿Y quién es ella?>>. Intentaba encontrar un nombre, un parentesco. Pero no hubo nada. Sus ojos regresaron al espejo donde observó esta vez dos ancianos reflejados en él. Y al no saber quiénes eran comenzó a reír.
—¡Por Dios!, ¿qué te ha pasado? ¡De todo te olvidas! —gritó la esposa ahora furiosa y salió de la habitación. Pero, quizá si hubiera sido más inteligente se habría dado cuenta que era ella misma la que más había olvidado. Pues lo que vio en el espejo, no fueron dos ancianos, sino a la mujer que había sido en antaño y al hombre, que ya no podía ser otra vez su marido. El tiempo seguía transcurriendo y con él, todo se iba. Y claro, irremediablemente también de su memoria terminó por desaparecer el recuerdo de las alegrías pasadas que en otro tiempo él le había traído, eclipsado por las agonías recientes.
Unas semanas más tarde dos de los peldaños de la escalera principal terminaron por desplomarse. El hijo mayor de la familia zanjó el asunto diciendo que no era un problema de peso por el que se tuvieran que preocupar. Y los demás haciéndole caso decidieron no malgastar dinero en la contratación de ningún arquitecto. Al fin de cuentas, esa era su casa y estaba bien. Tenía que estarlo, pues así lo había sido desde siempre. El cuarto día después del incidente de las escaleras, el anciano quien soportó años de olvido y meses de estar postrado en cama sin siquiera poder volver a ver las gaviotas que tanto le gustaban, falleció una fría noche de junio. Al funeral asistió poca gente, y el dolor de la perdida en la familia resultó tan fugaz como un simple soplo del viento.
—¿Para qué llorar? Nada podemos hacer. Mi padre se encuentra ya descansando —dijo otro de los hijos, un día a un amigo que lo visitaba.
—Quizá... —respondió únicamente el amigo al no encontrar que más palabras agregar sobre dicho asunto. Por el contrario, decidió centrarse en una cuestión donde se consideraba más competente para formular un juicio—. Sabes, he observado tu casa. No soy experto en cuestiones como esta, pero es evidente que presenta un gran deterioro.
—Ah, eso. Solo son pequeños descuidos. Nada por lo que valga la pena preocuparse —el hijo se encogió de hombros sin turbarse.
—Insisto, creo que necesita mantenimiento. Además, no me parece del todo seguro continuar viviendo en un lugar así.
Pero el hijo soltando una carcajada ante el comentario de su amigo, no volvió a prestar atención, ni siquiera cuando esa misma noche un fuerte crujido proveniente de alguna parte remota de la mansión se dejó escuchar.
<<Mejor vuelvo a dormir>>, se dijo soñoliento.
Unas horas después sucedió lo inevitable. La antes esplendorosa mansión, terminó por caer. Dentro se encontraban la viuda del anciano, algunos de sus hijos y sus correspondientes familias. Al final solo quedaron escombros. Y con el pasar de las décadas nadie recordó que en aquel acantilado se había levantado alguna vez una mansión.
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La casa del acantilado
Short Story"Lo que de él quedó era similar a los escombros de las casas derruidas por bombas o temblores". Morir antes de morir. El tiempo Alzheimer, Arnoldo Kraus.