Todas las mañanas parecían una repetición interminable para Jay. El sonido del despertador lo sacaba de un sueño del que preferiría no despertar. La escuela era una rutina monótona que no aportaba nada a su vida. Lo único que realmente le interesaba era su tiempo libre, cuando podía escapar de la realidad. Si por él fuera, pasaría el día entero tirado en el sofá de su habitación, jugando videojuegos o tocando su guitarra eléctrica, lo único que lograba hacerlo sentir algo cercano a la calma, a la desconexión de todo lo que no le importaba.
Era su refugio, su forma de desestresarse después de una jornada de clases que le parecía interminable. La guitarra le ofrecía algo que la escuela no podía: un espacio donde podía ser él mismo, sin tener que fingir o cumplir con expectativas ajenas. El sonido de las cuerdas era su manera de escapar, de evadir esa sensación de vacío que lo envolvía en todo lo que hacía fuera de su habitación.
Jay nunca fue el tipo de persona que necesitara la atención constante de los demás. Creció rodeado de una familia que entendía su carácter tranquilo y algo solitario. Su madre, psicóloga de profesión, siempre estaba en casa, atendiendo pacientes en la clínica privada que había montado en el primer piso de su hogar. Su padre, un empresario de alto nivel, estaba casi siempre viajando por trabajo, pero al final del día, siempre encontraba tiempo para estar con su familia, lo que Jay valoraba profundamente. Aunque no hablaban mucho, sabía que sus padres lo entendían y aceptaban tal como era, sin presiones ni expectativas demasiado altas. Jamás se sintió incomprendido o decepcionado por ellos; su amor y apoyo siempre fueron incondicionales.
A pesar de que era un chico tranquilo, sin demasiadas ansias de sociabilidad, siempre hubo algo en él que le despertaba una idea constante: la de abrir su propio negocio. En especial, un tipo de cafetería. Desde que uno de los locales de su padre había quedado vacío, Jay empezó a darle vueltas a la idea. Siempre había tenido una pasión por la música, y pensó que sería perfecto combinarla con el ambiente cálido y elegante de una cafetería. Un lugar donde la gente pudiera disfrutar de un buen café mientras se sumergía en la música, rodeada de una atmósfera única.
Pasó días enteros en su habitación, dibujando y escribiendo sobre modelos y estilos que le gustaría implementar en el local. Se obsesion con cada detalle, buscando algo que lo representara a él y su visión de un espacio acogedor pero sofisticado. Al principio, sus padres no estaban del todo convencidos. Era una responsabilidad grande para un joven como él, aún con sus recursos y su familia apoyándolo. Pero, después de insistir y mostrarles sus ideas, sus padres finalmente cedieron. Sabían que Jay era un chico serio, que no pedía nada para sí mismo que pudiera poner en peligro su bienestar o el de la familia. Así que decidieron confiar en él, con la esperanza de que este nuevo proyecto podría ayudarle a abrirse más al mundo, a relacionarse y a explorar nuevas formas de expresarse.
Para Jay, esta cafetería no era solo un negocio; era una oportunidad. Una oportunidad para compartir algo que amaba, para crecer de maneras que aún no entendía del todo. No estaba seguro de todo lo que implicaba, pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que tenía algo que realmente quería hacer.