Primera parte

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Prólogo:

"Nunca nadie imaginaría que en un simple bosque se esconde el poder más oscuro y peligroso del mundo. Pero a veces, la imaginación se desborda".







Capítulo 1: El último deseo

Era casi medianoche en el Imperio de Halenda. El ministro del reino estaba sentado frente a su escritorio con muchos papeles en la mano, sólo iluminado con un pequeño farolillo en el borde de su mesa. Parecía nervioso y no dejaba de morderse las uñas de las manos constantemente. Cada poco tiempo, miraba su reloj de bolsillo y volvía a manosear en sus papeles, más nervioso todavía. Tiempo era lo más necesitaba y lo que menos tenía, aunque sólo le serviría para retrasar lo inevitable: su muerte. Diez minutos para medianoche; diez minutos de vida. Miró asustado la ventana y temió que Drafnagh se adelantara al reloj. Todo el mundo dormía apaciblemente en sus camas, y ni siquiera los unicornios, con su gran desarrollado oído oirían a Drafnagh llegar. Seis minutos para medianoche. Cogió un libro y empezó a pasar páginas sin leerlas. Había una voz en su cabeza que le decía "huye ahora que puedes, todavía tienes cinco minutos". Gandalgh se negó rotundamente a su propia idea de salvarse. Había hecho un pacto con Drafnagh. El pacto eterno. No se podía romper. Moriría igualmente. Su destino no cambiaría lo más mínimo. Su futuro estaba escrito.

Tres minutos, dos...

El ministro escuchó un gran estruendo detrás de la puerta de su despacho, seguido de una intensa luz roja que se reflejó por debajo de la puerta. Otro estruendo seguido de otra luz, está vez blanca, surgió después. Se había anticipado al reloj. Drafnagh tenía fama por ser puntual a la hora de las ejecuciones, algo pasaba. El ministro se levantó rápidamente de su silla y palpó a tientas la mesa con la mano. Agarró su varita de pelo de unicornio y cedro y se puso en guardia, apuntando con la varita a la puerta.

¡Aperta nunc, porta! —se escuchó desde el pasillo, y la puerta del despacho se abrió con un fuerte golpe—. Salve, Gandalgh, ¿moriturus es? —murmuró Drafnagh en un idioma extraño que el ministro no logró entender— Veo que tiene usted su varita en la mano.

Señaló su mano. Los nudillos se le pusieron blancos por la fuerza con la que agarraba la varita.

—Siento haberme adelantado. Tengo prisa. —dijo Drafnagh con voz inhumanamente grave y fría, y sin dar más explicaciones se quedó en silencio, esperando a que el ministro dijera algo.

El Señor Oscuro tenía la cabeza grande y completamente blanca, con dos pequeños ojos negros gélidos y una gran boca llena de dientes que le llegaba de un lado a otro de la cara. Era alto, (de unos dos metros) y tenía muchos tentáculos largos y viscosos sobresaliendo de su gran capa negra que le cubría el resto del cuerpo.

Gandalgh intentaba no parecer demasiado asustado. Se apoyó sobre su antiquísimo escritorio —todavía con la varita en la mano, preparado— e intentó negociar con Drafnagh, aún a sabiendas de que era muy complicado que cediera a sus plegarias de seguir viviendo. Él sabía guardar secretos. No tenía por qué decirle a nadie lo que el Señor Oscuro planeaba, no tenía interés. No conocía a aquellas chicas ni a Tyler, no tenía por qué preocuparse. Era muy difícil que sus caminos se cruzaran, casi imposible. Le daban igual sus vidas, ¿por qué preocuparse de alguien a quien no conoces?

—Me gustaría añadir, Señor, que no es necesario matarme. No le diré a nadie lo que me contó. Su secreto está a salvo conmigo, se lo prometo, haré otro pacto con sigo, si usted lo prefiere, es su elección. Es mi último deseo, por favor señor, se lo ruego... —se arrodilló frente a Drafnagh y le enseñó la cicatriz en forma de un triángulo con una cruz en su interior que tenía en el antebrazo por culpa del pacto eterno que había hecho con él. En el momento del pacto, le había dolido muchísimo el brazo. Había contemplado cómo la piel se le abría para formar aquella extraña figura, derramando mucha sangre.

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⏰ Última actualización: 7 hours ago ⏰

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