Comienzos con olor a mantequilla

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Las mañanas de domingo en Bilbao siempre parecían sacadas de un cuento. Las calles se despertaban lentamente, como si toda la ciudad estuviera sumida en un bostezo colectivo, y la luz del sol calentaba los edificios de arenisca lo suficiente como para hacerlos brillar. Las campanas de una iglesia sonaban en algún lugar a lo lejos, y el aire desprendía una embriagadora mezcla de pan fresco, sal del río y ese tenue sabor metálico de una ciudad que aún se está desperezando.

Para Martin, los domingos eran el único día de la semana en que podía dejar que la vida transcurriera a su ritmo. Sin clases, sin recados, sin expectativas. Los domingos eran sagrados. No por la religión o los rituales, sino por los bollos de mantequilla.
La pequeña panadería de Licenciado Poza había sido su santuario desde que se mudó a la ciudad hacía dos años. Era el tipo de lugar que no necesitaba un letrero porque todo el mundo ya sabía dónde estaba. La panadería era uno de esos lugares que parecen más antiguos que el tiempo, escondido bajo un edificio de piedra con hiedra enroscada alrededor de su balcón de hierro. El aroma a azúcar caramelizada y pan fresco se filtraba como una invitación, de esas que Martin nunca rechazaba. Los bollos de mantequilla eran su joya de la corona: dorados, suaves, pringosos en todos los sentidos, como si hubieran sido horneados en el cielo y besados por ángeles antes de ser colocados detrás del mostrador.

Martin vivía por y para ellos.

Ese domingo no fue diferente. Se despertó un poco más tarde de lo previsto, con el pelo despeinado en lo que sólo podía describirse como "un mullet que se había peleado con la almohada". Se puso las gafas en la cara, cogió una sudadera holgada y sus vaqueros favoritos del respaldo de la silla, y salió por la puerta a eso del mediodía.

Su objetivo, como siempre, era sencillo: bollos de mantequilla.

Para Martin, los bollos de mantequilla eran el plato fuerte de la semana. Acolchados, dorados a la perfección, untados con la cantidad justa de mantequilla y azúcar para hacerlos ligeramente pegajosos. No podía imaginarse un domingo sin ellos.

El timbre de la panadería tintineó al entrar y el olor familiar a azúcar caramelizado y masa recién horneada le hizo palpitar el corazón. Había tres bollos detrás del cristal, brillando a la luz de la mañana como un tesoro. Iba a ser un buen día.

Hasta que lo vio.

Martin dio un paso adelante y se quedó helado.

Había un chico allí, de pie junto al mostrador.
Era alto, más o menos de su misma edad. Hombros anchos envueltos en una chaqueta de cuero. Pelo corto y oscuro que brillaba a la luz de la mañana. Y cuando se giró un poco, Martin vio unos pómulos afilados, una mandíbula perfecta y unos ojos verdes que, de algún modo, captaban y retenían todos los reflejos de la habitación. Y aquella nariz, perfectamente angulada, como si perteneciera a un retrato. Era injustamente atractivo. El tipo de atractivo que hizo que Martin se quedara inmóvil, parpadeando, demasiado aturdido para reaccionar.

Y, lo más importante, sostenía una bolsa de papel marrón. La bolsa de papel de Martin.

"Esos no son..." Martin empezó, con la voz entrecortada.

El chico se giró y le ofreció una sonrisa despreocupada que podría haber dado energía a toda la Península Ibérica. "Buenos días", dijo despreocupadamente, como si no acabara de destrozarle el domingo a Martin.

Antes de que Martin pudiera responder, el chico se marchó, haciendo sonar la puerta a su paso, dejando a Martin sumido en un torbellino de leve angustia y resentimiento irracional.

Un hilo rojo entre tú y yoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora