Narrador Christian)
Volvimos corriendo a la casa con los huevos. Yolanda estaba emocionada y yo, aunque tenía una sensación de culpa, sentía que estábamos haciendo lo correcto. "Los hijos de Dios deben proteger a los suyos", me repetía para justificar lo que estábamos a punto de hacer.
Nos acercamos a la casa morada, listos para lanzar los huevos, cuando una voz inesperada nos interrumpió:
—¿Qué están haciendo? —preguntó alguien con tono desafiante.
Suspiré, irritado. No podía ser otra persona más que Mario. Para mí, Mario era el niño más extraño del barrio, y lo consideraba mi enemigo. Era católico, y mi padre siempre me decía que los católicos eran gente que adoraba ídolos y hacía cosas malas. Pero eso no era todo: su familia era aún más rara, ya que Mario tenía dos mamás. Mi padre decía que eso estaba mal, que Dios solo había creado el matrimonio entre un hombre y una mujer. Además, Mario jugaba con muñecas y usaba ropa rosa, algo que mi padre nunca me dejaría hacer.
Mario estaba allí, en su bicicleta, y a su lado había una niña de piel morena que nunca había visto antes.
—¿Qué quieres, raro? —le dije con desdén. Era la única persona a la que yo trataba así, porque mi padre me había enseñado a no ser amable con aquellos que se oponen a la voluntad de Dios.
—¿Por qué van a tirar huevos a esa casa? —preguntó Mario, mirándonos con una mezcla de curiosidad y desaprobación.
Antes de que pudiera responder, Yolanda se adelantó:
—Porque allí viven brujos, y debemos hacer que se vayan —exclamó con convicción.
Mario se echó a reír y nos miró burlón.
—¿Otra vez tu papá llamando brujos a cualquiera que es diferente? —dijo, entre risas.
Sentí cómo me ardía la cara de la rabia. Nadie hablaba de mi padre de esa manera.
—¡No hables de mi padre! —grité, levantando la mano con uno de los huevos, listo para lanzárselo.
Mario me miró sin miedo y sonrió.
—Tú tratas a tu papá como si él fuera Dios —dijo con calma, casi desafiándome.
Eso solo me enfureció más, y Yolanda intervino, respaldándome:
—Nuestros padres son pastores. Ellos tienen la autoridad de decir lo que Dios nos manda —dijo ella, levantando el mentón con orgullo.
La niña que acompañaba a Mario, que había permanecido en silencio hasta ese momento, decidió intervenir:
—Eso no es lo que significa ser un sacerdote —dijo con voz suave pero firme.
La miré, sorprendido por su interrupción.
—¿Y tú quién eres? —pregunté, entrecerrando los ojos.
—Soy Cami —respondió la niña—. Mi abuela es Machi, una sacerdotisa mapuche. Ella siempre me dijo que los hombres no deben hablar en nombre de los dioses.
Me reí, incrédulo, y la señalé con el dedo.
—¿Así que eres mapuche? Entonces tú también eres una bruja, ¿verdad? —grité, y comencé a llamarla "bruja" mientras me acercaba más.
Mario, furioso, se abalanzó hacia mí, tratando de golpearme, pero Yolanda fue más rápida. Le lanzó un huevo que estalló contra su zapato, dejando una mancha amarilla.
—¡Detente! —gritó Mario, mirando su zapato manchado con frustración.
Yolanda sonrió con suficiencia y luego levantó la mano, sugiriendo una idea.
—Hagamos una apuesta —propuso, mirando a Mario y Cami—. Nosotros no lanzaremos más huevos a la casa si ustedes dos entran y nos traen algo de adentro, algo que demuestre que de verdad hay brujos allí.
Mario y Cami intercambiaron una mirada rápida y luego asintieron, sin mostrar miedo.
—Está bien, lo haremos —respondió Mario, encogiéndose de hombros como si no le importara.
Yolanda y yo nos miramos, seguros de que se iban a acobardar en cuanto entraran. Nos escondimos detrás de unos arbustos y los observamos acercarse a la puerta de la casa morada. "Se morirán de miedo", pensé, conteniendo la risa.
Pero pasaron unos minutos, y para nuestra sorpresa, Mario y Cami salieron de la casa. Mario sostenía en su mano algo que brillaba a la luz del sol: un huevo pintado de rojo.
—¡Miren lo que trajimos! —dijo Cami con una sonrisa triunfante, extendiendo el huevo hacia nosotros.
—Hablamos con el brujo de la casa —añadió Mario, fingiendo voz grave—, y nos invitó a tomar té con sangre de bebé.
Sentí que la sangre me hervía de rabia. Habíamos perdido, y no podíamos hacer nada al respecto. Yolanda me miró con los ojos entrecerrados, claramente tan enfadada como yo.
—Vamos, Christian —dijo finalmente, dándose la vuelta con brusquedad—. Prometimos no tirar los huevos, así que vámonos.
Nos alejamos, derrotados, mientras Mario y Cami se quedaban riéndose detrás de nosotros. En mi mente, la voz de mi padre resonaba, diciéndome que siempre debía cumplir mis promesas, porque romperlas iba en contra de Dios.
Esa noche, antes de dormir, me arrodillé junto a mi cama y cerré los ojos, buscando escuchar la voz de Dios, nuevamente.
—Dios mío —susurré—, por favor, protege nuestro barrio de esa familia de brujos y haz que Mario pague por todas las cosas malas que hace.
La voz de Dios me respondió de inmediato, tan clara como siempre.
—Lo haré, Christian, pero primero debes obedecerme. Da tres vueltas en círculos, reza la el padre nuestro cuatro veces, luego da otras tres vueltas y repite el proceso seis veces.
No dudé. Me levanté y comencé a girar, rezando con fervor, seguro de que estaba haciendo lo correcto. Repetí el proceso, tal como la voz me había ordenado, y finalmente me acosté sintiéndome aliviado, convencido de que Dios había escuchado mi plegaria.
A la mañana siguiente, me dirigí al colegio junto a Yael, aún con la sensación de victoria en mi corazón. Sin embargo, no esperaba lo que estaba a punto de suceder.
—Niños, quiero que le den la bienvenida a un nuevo compañero —anunció la señorita Rose cuando todos estábamos sentados en nuestras mesas.
Miré hacia la puerta, curioso, y entonces lo vi. Un niño entró con paso tranquilo. Tenía el cabello rojo como el fuego y una sonrisa que parecía iluminar todo el salón. Por un instante, me quedé sin aliento. Era como un ángel.
—Él es Copi —dijo la maestra—. Espero que lo reciban con cariño.
Sentí una extraña sensación en mi pecho mientras lo miraba. Nunca había visto a alguien así, y por primera vez en mucho tiempo, no supe qué pensar.
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Lo que no te cuentan de la Fe . La historia de Christian y Copi
SpiritualChristian Schnider ha crecido bajo el estricto mandato de su padre, el pastor de una iglesia evangélica, en una pequeña ciudad donde su familia es vista como ejemplo de perfección y devoción. Desde muy pequeño, aprendió a diferenciar entre los "ele...