El Último Sorteo

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  • Dedicado a Rhodea Blason
                                    

Rose se movía nerviosa en el asiento, cruzaba las piernas y las descruzaba, sus manos no paraban quietas, frotándose entre sí o jugueteando con los hilos que podía sacar del tapizado de la silla. Estaba nerviosa, eso era indudable, y no era para menos, hacía ya tres meses que diariamente asistía a las reuniones de aquel grupo, noventa días exactos, y todavía su nombre no había salido elegido en ninguna de las ocasiones.

La primera vez que asistió lo hizo para acompañar a una amiga, un favor personal, simplemente iba como espectadora, no obstante, las reglas de ese singular club exigían que participase todo aquel que se encontrara en la sala y aceptase las reglas rigurosamente. Esa exigencia le hizo dudar sobre si marcharse o quedarse y participar, pero los argumentos de su amiga la convencieron. Así pues, escribió su nombre en un trozo de papel y, tras doblarlo, lo introdujo en la caja de oscuras caras tintadas, después se sentó entre los asistentes y esperó tranquilamente a que comenzara el sorteo.

Sin embargo, la espera no resultó tan serena como ella esperaba, cuando quiso darse cuenta estaba impaciente, mordiéndose las uñas mientras observaba y analizaba a todos los presentes, intentando imaginar qué les habría llevado allí y cómo serían sus vidas para aceptar el pacto. Dos nombres saldrían de aquella caja, cada uno cumpliría una función, pero ambos pertenecerían a dos vidas que cambiarían para siempre a partir de aquel momento.

Esa fue la primera vez, desde entonces había asistido religiosamente a cada sorteo, ya no le importaba cuál de los dos roles tendría que desempeñar si salía elegida, solo quería que su nombre fuera uno de los seleccionados. Pero después de noventa días aquello nunca había sucedido.

Con cada sorteo la espera se hacía más insoportable, la desesperación crecía en su interior, igual que la angustia, incluso la paranoia, ya que empezaba a creer que el hecho de que cada día el sorteo se retrasaba un poco más de la hora prevista no era casualidad. No, su mente imaginaba una macabra confabulación de los organizadores en la que el retraso era más que deliberado para mortificar y atormentar a los participantes. Y ya fuese premeditado o no, cierto era que todos se desesperaban.

Aunque en esas largas horas de amarga espera al menos le quedaban las conversaciones mantenidas con los otros, gente de lo más variopinta, cada uno con sus propios motivos para estar allí, pero eso no hacía sino enriquecer al grupo. Poco a poco fue conociendo al resto de miembros, con algunos trabó una hermosa amistad, con otros apenas hablaba, pero cada día deseaba ansiosa que llegara la hora de acudir a la reunión para verlos a todos. Aunque, por encima de todo, lo que más deseaba era ser elegida.

Y ese deseo irracional estaba mucho más agravado aquella noche, pues aquel sorteo era distinto a los otros, sería el último; y si no era elegida entonces, no lo sería nunca. Nadie sabía con certeza el origen de aquel sorteo, pero había oído rumores de todo tipo, y la conclusión general que había podido formarse era que una vez finalizaran todos los sorteos, los organizadores y el club desaparecerían, se marcharían para no regresar jamás. Por eso había ido preparada, de una forma u otra, aquella sería su noche.

En esa ocasión no habló con nadie, no se acercó a ningún grupo para charlar hasta la hora del sorteo como hacía siempre, sino que permaneció sentada observando la sala: a derecha e izquierda había más asientos iguales al suyo, filas de sillas que terminaban en sendos estrechos pasillos que conducían al fondo de la sala, donde se ubicaban la puerta y los guardias armados. Entrar suponía aceptar las reglas del juego, y una vez que las puertas se cerraban, nadie podía irse del lugar hasta que el sorteo se celebrara y los elegidos cumpliesen lo pactado. Y para celebrar dicho sorteo, en la parte frontal había un escenario, elevado con una tarima e iluminado por potentes focos para que el espectáculo posterior pudiera ser bien visto por todos. Sobre el mencionado escenario, en una mesa de aspecto antiguo, reposaba la caja de donde se extraerían los nominados. Las manos no tan inocentes de los organizadores de cada evento extraían dos papeles con los nombres elegidos: uno sería la víctima, el otro, el verdugo.

Pero Rose tenía otros planes, aquella noche sería distinta, si ella no resultaba elegida, no lo haría ninguno.

Continuó sentada, observando cómo los corrillos se disolvían para ir ocupando sus asientos, pues habían visto a los guardias abrir las puertas para dejar entrar a los organizadores, lo que significaba que el acto comenzaría en breve.

Estos cruzaron la sala y se ubicaron tras la mesa antigua, ultimando detalles y colocando los afilados instrumentos. Se cercioraron de que el número de papeles con los nombres se correspondiese con el de participantes, para ello, un contador informático reflejaba en una pequeña pantalla dichos números. Mientras, los guardias bloqueaban las puertas y las cerraban con gruesas cadenas, solamente el repiqueteo de estas rompía el silencio que se había apoderado rápidamente de la sala.

Rose sonrió al escuchar el metal chocando. «Nadie saldrá de aquí. Nadie», se repetía mentalmente. No obstante, su felicidad no era completa, buscó con la mirada a aquellos que ya consideraba sus amigos y descubrió que todos estaban demasiado absortos en los preparativos como para darse cuenta de que ella los observaba. «Os echaré de menos», se dijo para sí.

El momento había llegado, las luces se atenuaron y los administradores procedieron a abrir la caja dejándola expuesta a las cientos de miradas expectantes y ansiosas. Uno de ellos introdujo la mano dentro para coger un papel y después sacarlo, aunque no leyó el nombre, sino que dio un paso atrás y le cedió el sitio a su compañero. Este hizo lo mismo y cuando ambos papeles habían sido extraídos, se procedió a la lectura de los nombres. El primero sería la víctima, que, al aceptar las normas, había jurado someterse fielmente al destino que le fuera impuesto. El segundo nombre correspondía al que sería el verdugo, para quién había dispuestos una gran cantidad de instrumentos que prometían dolor y horror. Ese era el sorteo, ese era el pacto.

No obstante, ninguno de esos nombres fue el de Rose.

Víctima y verdugo se levantaron de sus respectivos asientos y, custodiados por los guardias, se dirigieron al escenario mientras los organizadores se retiraban a su privilegiado palco para disfrutar del espectáculo.

Todos estaban tan distraídos y embelesados viendo cómo la víctima era atada a la mesa de tortura mientras el verdugo escogía los instrumentos que iba a usar, que nadie se fijó en lo que hacía Rose: había sacado su móvil y empezaba a marcar un número en la pantalla táctil. Aparentemente podía parecer un acto inocente, pero todo tipo de comunicación con el exterior estaba prohibido, nadie podía contar lo que allí sucedía, formaba parte del pacto. Sin embargo, el número al que Rose llamaba no era de nadie, pertenecía a un antiguo teléfono móvil, de esos con teclas y pantalla en blanco y negro, pero aún operativo y con una excelente cobertura en el aparcamiento subterráneo del edificio donde se encontraban.

Marcó el último número y pulsó «llamar»; escuchó un débil tono al otro lado y acto seguido un gran estruendo que precedió al fuerte temblor y a las llamas que rápidamente devoraron la sala y a sus ocupantes, a la par que la estructura de la edificación se venía abajo aplastando los cuerpos.

La explosión los mató a todos, pero Rose murió con una sonrisa en los labios.

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