Audrey se bajó del vagón del metro que tantos dolores de cabeza le causaba últimamente.
Caminó entre la multitud desordenada, sumida en sí misma de tal manera que los movimientos que hacía acabaron por ser inconscientes: no los hacía ella, si no la inercia, una fuerza desconocida.
La verdad es que a la chiquilla de dieciséis escasos años, no le importaba demasiado quién hacía esfuerzos por ella, sólo le importaba no pararse, no ser devorada por empujones y disculpas mancilladas en el vacío.
Pensó en todo lo que se suponía que debería pensar una chica de su edad:
Había suspendido el examen de filosofía que la semana anterior hizo, era un suspenso muy alto, y a causa de que su interior estaba muriendo por ello, evitaría decírselo a su tío Marcus. No quería decepcionarle; bastante mal se sentía ella misma como para cargar a la única persona que tenía en el mundo con su mugre interior.
Y por si fuera poco, aquel día otoñal había llovido mucho en la capital británica, y su pelo se había convertido en un desastre húmedo y enmarañado.
Se montó en un peldaño de las escaleras mecánicas que conducían al exterior del lugar, y se apoyó en el brazo mecánico derecho de estas, esperando tener un soporte para sostener su exhausta alma.
Observó los carteles que decían 'Por favor, colóquese a la derecha de las escaleras', en un intento fallido de olvidarse de todo por un escaso momento.
Una melodía entró por sus oídos, era bonita, pegadiza. No la conocía, nunca la había escuchado. Venía de atrás, se alejaba de sus oídos atentos.
Giró la cabeza y divisó a un joven que tendría más o menos la misma edad que ella. Cantaba a pleno pulmón en el lugar, con una guitarra maltrecha produciendo unos bonitos acordes.
Ella abrió bien los ojos, tratando de observarlo mejor, pero se alejaba y se alejaba de su música. Sus pies tropezaron con el final de las escaleras mecánicas, casi haciendo que se encontrara de bruces con el suelo.
Ella quería seguir escuchándole, parecía tener mucho talento. Quería verle de cerca también, pero era incapaz, la vergüenza siempre había sido la capitana oficial del barco medio perdido que su alma era.
Antes de que quisiese darse cuenta, la multitud la estaba llevando hacia la salida del metro, hacia la lluvia, de nuevo hacia sus perdiciones.
X.
Cuando salió del vagón al día siguiente, se fijó en que la música del mismo chico casi era perceptible desde las puertas del metropolitano también.
Se acercó más rápido que la multitud al lugar dónde las escaleras mecánicas se hallaban, dispuestas a transportar multitudes de ingleses con el morro torcido por el duro día de trabajo hacia la superficie.
Divisó al chico que parecía ser pelirrojo a unos pocos metros de ella. Aquel día llevaba otra camiseta, esta vez negra, pero llevaba los mismos pantalones vaqueros, la misma sudadera azul y las mismas deportivas negras. Ah, sí, y la misma cabellera anaranjada y desordenada. Era guapo. Tal vez no tan guapo como podría serlo Leonardo Dicaprio, pero tenía algo especial. Era una belleza humana, todo lo contrario a una belleza de superestrella. Él tenía esa clase de belleza que a Audrey le gustaba, y de la cual ella creía carecer.
Decidió que iba a escucharle cantar, pero desde la discreción.
Se acercó a la pared en la que unos metros más a la izquierda Ed cantaba un tema que había compuesto unas semanas antes, en lo que él llamaba 'el estudio', lo cual en realidad era el Tower Bridge en plena noche fría. No le gustaba pensar que algunas noches le tocaba estar en la calle, así que, se hacía creer a él mismo que el exterior no era más que su lugar dónde pensar nuevas cosas que escribir. Sus noches se basaban en observar el Támesis desde alguna valla decorativa y escribir en hojas sueltas las palabras que pasaban por su cabeza y que, al parecer rimaban.
'Noches de soledad, noches de poesía'.