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Las despedidas nunca son fáciles. No se sabe bien que decir, porque no es seguro el tiempo que estarás sin esa persona. Intentas decirlo todo y acabas no diciendo nada. Te asusta la idea de tener que hacer tu vida diaria sin contar con su presencia, y te gustaría evitar ese momento. Puedes mirar a los ojos intentando memorizar cada pequeño detalle del rostro que tienes enfrente, tratando de memorizar cada gesto, movimiento y mueca; puedes fijar tu vista en una mancha lejana del techo, intentando averiguar cuál será su origen, cuántas despedidas iguales, pero distintas, habrá conocido; o puedes reprimir las lágrimas, sabiendo de antemano que perderás esa batalla. Incluso cabe la posibilidad de que tu imaginación vuele hacia un futuro cercano en el cual la otra persona no tendrá cabida. Lo que es seguro es que, pase lo que pase durante dicha despedida, sea cual sea tu reacción, nunca te parecerá suficiente. Días después desearías haber hecho una última advertencia, contado una última anécdota de los dos, abrazado con más fuerza. Haber dado el paso y cumplido ese deseo imperioso de tu alma que, sin embargo, no se vio cumplido.

No, las despedidas nunca son fáciles, porque decir adiós significa dejar marchar una parte de tu vida, sin tener la certeza de volver a verla.

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