Prólogo

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Bienvenidos a Burton.

Y allí estaba sentada sobre un taburete trenzado hecho a mano por algún comerciante que pasaba por el pueblo cada quince días a vender sus productos en la Gran Plaza de Selenia, el pequeño pueblo.

Era preciosa, pensó, siempre había sido tan hechicera, tan magnética, y él simplemente se había odiado por caer en sus redes pero ella parecía no darse cuenta. Era como si una araña tejiese una telaraña para atrapar alguna presa y luego la dejara ahí, asustada, intentando huir o esperando a ser matada pero nada sucedía; era como estar prisionero esperando a ser ejecutado pero sin nunca serlo, viviendo con el temor en el cuerpo de que algún día lo harán pero sin saber cuándo. Una lenta tortura, así es como muchos  y muchas muchachos y muchachas se sentían ante su indiferencia. Ella no era indiferente con él, pero nunca se había fijado en nadie, era de sí misma. Él siempre lo había pensado, suya, nadie nunca podría controlarla, era como el viento. Él pensaba que era una pequeña Diosa, aunque eso fuese pecado.

Estaba tocando el arpa, como siempre, parecía estar poseída ante el dulce sonido que emitía cada vez que sus finos y largos dedos rozaban las cuerdas. Era tan precioso lo que tocaba, pensaba todo el mundo maravillado, eso aumentaba su innato magnetismo. A parte de que ella era preciosa, tenía el pelo sedoso y largo, llevaba pequeñas trenzas pero la mayor parte estaba suelto y caía en cascada alegremente sobre su espalda de un color negro intenso. Sus ojos eran dos rayos de Sol, deslumbraban, eran tan dorados que costaba aguantarle la mirada. Tenía una nariz pequeña pero adorable, sus labios era rosados y carnosos y tenía esas dulces mejillas sonrosadas que la hacían ver como una niña.

Y seguía tocando ignorando todas las atentas o pasajeras miradas, absorbida por la música, hipnotizada por las armonías melodiosas. Olvidándose del mundo, olvidándose de todo, fundiéndose en el melodioso sonido mientras sus cabellos se movían danzando lentamente sobre su espalda. Quién no se enamoraría de ella, quién no sería embelesado, se dijo, suspirando. Ese era su último recuerdo de ella, ahora hacía ya una semana de que la hubieran detenido.

Recordaba como si fuese ayer el día que la conoció, en aquel hermoso lago, una bella ondina bañándose desnuda como acostumbraban, pero aquella era diferente, tenía algo, desprendía algo. Los largos cabellos estaban mojados y danzaban en cada movimiento que hacía, como si tocara una bella melodía muda. El pelo tapaba su pecho, pero dejaba ver gran parte de su pálida blanca piel que contrastaba con el carbón de los mechones.

La miraba atontado escondido tras un macizo roble, magnetizado, como una polilla a la luz, allí estaba él habiéndose olvidado lo que iba a hacer. Sólo las ninfas tenían aquel poder.

La joven empezó a bailar en el agua, tarareando alguna pieza de algún músico humano y era como si el bosque acompañase su melodía, los pájaros piaban al unísono, el viento movía las copas de los árboles y caían hojas balanceándose coordinadas, era un espectáculo precioso. Era como si el mundo se parase y la siguiese cuando a ella tocaba, le habían entrado unas enormes ganas de acompañarla y esa no habría sido la única vez, era tan poderosa. Con sus manos dirigía como si tuviera una batuta y fuera la directora de una enorme orquesta en un importante concierto en un gran auditorio veneciano. Daba pequeños saltos y volvía a caer delicadamente en el agua, con elegancia.

Y así estuvo un tiempo que el muchacho no sabría determinar, cuando el tropezó y asustó a la ninfa con el sonido y todo paró como por arte de magia. La orquesta paró, los pájaros huyeron. Al salir del agua y tocar la tierra se convirtió en una hermosa dríade cosa que sorprendió al muchacho ya que las ninfas solo pertenecían a un elemento, cada una con su nombre, pero aquella era diferente.

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