Raza de Bronce
II
Al amanecer del siguiente día emprendieron marcha al valle de los viajeros.
Llevaban doce bestias, entre burros y mulas, cargadas con carnes y pescados secos, patos cocidos y curados al hielo, habas y arvejas tostadas, quesos frescos y otros productos del yermo, e iban casi de buen humor, porque Manuno, el jefe de la caravana, hubo de asegurarles que esos artículos alcanzaban precios fabulosos en el valle, donde las gentes, por la relativa facilidad con que ganaban el dinero, se mostraban pródigas. Y les seducía la expectativa del negocio lucrativo.
Era Manuno un hombre entrado en años, seco, anguloso, bastante alto y de nariz larga y afilada.
Viajero infatigable, conocía todos los rincones de Yungas y de los valles cercanos a La Paz, donde debía de realizar positivos negocios, porque a la vuelta de cada uno de sus viajes casi nunca dejaba de aumentar el caudal de su hacienda, comprando ropas de gala, una yunta o por lo menos algunas cabezas de ganado lanar, lo que demostraba hasta la evidencia no ser exageradas las relaciones que hacía del país, al que iban ahora por primera vez dos de sus compañeros, y del que se traían los almibarados higos, las sabrosas tunas, el buen maíz y tantos otros frutos, demasiado costosos para ser adquiridos con frecuencia.
Llegaron de noche a la ciudad, a casa del patrón; y allí, el compañero que hacía su semana de servicio (pongueaje) les dió la noticia de que el amo se había marchado la mañana de ese mismo día a su hacienda de Yungas. La recibieron con placer, pues podían entregarse de inmediato al reposo exigido por sus piernas fatigadas con el peso de setenta kilómetros recorridos en menos de catorce horas, de claro a oscuro y a buen trote.
Descargaron las bestias, y luego de saludar a la esposa del patrón, que en nombre de éste les entregó cuarenta pesos para la compra de ocho cargas de cebada en grano, fueron a tenderse en el zaguán, sobre las sudadas caronas de la recua. Manuno hizo un fajo con los billetes, envolvió el fajo en un trapo, el trapo en un pañuelo y añudóse el pañuelo a la garganta con cuatro apretados nudos. Para despojarle de su caudal sería menester degollarlo antes.
Al otro día, despuntando la aurora, prosiguieron el viaje.
Ya desde extramuros comenzó a cambiar al paisaje. El camino de Miraflores se quebraba en la cuesta de Karahani, seguía en un corto trecho la vera del río, se metía en la aldea de Obrajes y luego rastreaba la falda de cerros gredosos hoscos, pelados y de ásperas quiebras unas veces y de suaves ondulaciones en otras, orillando en ocasiones pequeños huertos de duraznos, campos de ovejas y vacas lecheras, casitas de indios diseminadas en las faldas de los cerros, entre el verde follaje de arbolillos enclenques.
Salía el sol cuando llegaron a la playa pedregosa del río Calacoto, tendida al pie de altísimos cerros de greda, cortados como por cuchillo.
Las aguas turbias y algo verdosas, confundidas en ese punto con las del río de La Paz, se arrastraban con violencia, y parecían perforar el cerro que al fondo cerraba el horizonte, alzándose rojo quebrado en sus flancos destrozados como una entraña.
Arremangáronse los calzones, y luego de vadear la corriente, quisieron componer sus ropas; pero Manuno les aconsejó no hacerlo, porque de allí en adelante habrían de seguir siempre la playa, atravesando con frecuencia el río, acrecentado por el caudal de los que se le reúnen.
-Y si no, miren cómo vienen ésos -les dijo el guía mostrándoles una pequeña caravana de vallunos, que en ese momento llegaba por la banda opuesta a la orilla de la corriente.
Los hombres traían las piernas desnudas y las mujeres mantenían solevantadas hasta el muslo las faldas, mostrando sus carnes sólidas, musculosas, morenas y limpias de vello. Muchas bestias llevaban huellas de barro seco en ancas e ijares, como si hubiesen caído en hondos atolladeros.
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