«Tengo que tomar alguna determinación —se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la avenida de la Alameda—; esto no puede seguir así.»
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: « ¡Ay, mi Pichín!» Augusto se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revoloteaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le esperaba.
—¡Oh, gracias, gracias, caballero!
—Las gracias a usted, señora.
—¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?
—Con mucho gusto, señora.
Y entró Augusto.
Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.
En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:
—(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará pronto merced al esperanto?)
Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto también.
Augusto se decidió por fin.
—No le entiendo a usted una palabra, caballero.
—De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto —dijo la tía, que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido—: Fermín, este señor es el del canario.
—Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto —le contestó su marido.
—Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y usted —añadió volviéndose a Augusto— ¿quién es?
—Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería.
—¿De doña Soledad?
—Exacto; de doña Soledad.
—Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por ello.
—Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
—¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
—Para mí, sí.
—Gracias, caballero —dijo don Fermín, agregando—: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi todas las cosas...
—Cállate con tu estribillo, hombre —exclamó la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en socorro de mi Pichín?
—Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
—¿Esta casa?
—Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
—Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
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Niebla-Miguel de Unamuno
RandomEn la novela Augusto va a ver a Unamuno y éste le dice que no puede suicidarse porque no vive solo, sino que es un ente de ficción. Después se da cuenta de que todo es un sueño, un sueño de su vida. Augusto se rebela contra su no-existencia. Al fina...