Cerca de las dos de la madrugada, la tranquilidad que acaece cuando el sueño cubre con su manto nocturno los ojos fue interrumpida. Si bien eran tímidos los golpes sobre la puerta de nogal, la noche, que vuelve estruendosa incluso una respiración, enardecía su sonido. Sucedieron así en plena madrugada golpes suaves exagerados por el silencio nocturno, que las veces hace de megáfono y delator de las presencias más sigilosas. La puerta de nogal sobre la que se efectuaron resguardaba un apartamento, y dentro de él una mujer cuya piel nívea refulgía en la oscuridad, exagerando este brillo como de luna su belleza, se levantó de su asiento y atendió el llamado temeroso.
No hubo necesidad para la mujer de escrutar en la oscuridad del pasillo, de buscar el origen de los golpes, pues ya lo conocía. Era alta, llevaba puesta encima apenas una bata entreabierta. Dobló las rodillas. Como si resultara familiar recibir cajas blancas en plena madrugada, como si hubiera previsto su llegada, se agachó y tomó el paquete cuadrado. Lo abrazó y penetró en su hogar.
Reposó la caja blanca en la mesa de cristal del centro. Dubitativa, inquieta, dio varias vueltas alrededor de la mesa. Se deshizo de la bata blanca finalmente, quedó entero desnuda. Antes que nada, para ambientar, quizá porque no estaba lista para el reencuentro, revivió la chimenea, y con esto perdió tiempo. Ahora las piedras negras ígneas ardían y su fuego iluminaba la estancia. Tomó asiento. Respiró con el abdomen, como debe respirarse. Con una delicadeza acentuada por sus manos blancas suaves, con lentitud, despegó el moño rojo. Al retirar la tapa las paredes de la caja cayeron dulcemente sobre la mesa, despojadas de su soporte. En aquella guarida ahora desecha dormitaba un conejito blanco. Los dedos largos de la mujer se perdieron en el pelaje del conejito al acariciarlo. Él despertó y al verla abandonó el sueño de golpe, se paró sobre las patas traseras dando un salto. Miró alrededor de pie, cosa rara en un conejo, como si reconociera el lugar, como si quisiera confirmar que la mujer frente a él era cierta.
Ambos, la mujer sentada y el conejito de pie sobre la mesa, se observaron. La luz del fuego bailaba en sus rostros. Así indefinido tiempo hasta que ella, al prestar atención, gracias a la luz de la chimenea, pudo reconocer en el conejito cicatrices que se extendían por todo su cuerpo. Había un agujero en medio de una de sus orejas y, en sus patas, cicatrices de heridas terribles, anacrónicas, que atemorizaban por el contraste que tenían con el diminuto tamaño del conejo y su mirada tierna. La mujer lo abrazó. Sentóse en un sillón con él sobre sus piernas. En la mesa de centro, junto a la caja caída que había servido de hogar al conejo, había un recipiente de cristal repleto de cilindros naranjas deliciosos que antes hubieron sido zanahorias enteras. El conejito saltó desde las piernas de ella hasta la mesa. Tomó un cilindro tras otro con sus patas delanteras y los comió dando saltos rítmicos. Sus orejas largas bailaban de un lado a otro. El alimento crujía cuando lo mordía, le llevaba cinco mordidas comer una rodaja, y en un instante arrasó con la mitad de las totales. La mujer lo veía sin verlo, la mirada perdida. Hablaba sobre un largo tiempo. Lloraba y le contaba al animal que lo había extrañado. Que lo quería y no podía estar sin él. Cuando el conejito se percató de las lágrimas de la hermosa mujer regresó a sus piernas, se acurrucó en ellas. Acarició con sus mejillas la piel de la mujer, que era como espuma de un piélago. Mientras recostado, de vez en cuando alzaba la cabeza pequeña. En sus ojos circulares de mamífero orejón brillaba el fuego danzante de la chimenea. Alzaba la cabeza y contemplaba desde lo bajo de sus piernas el rostro acongojado de la mujer, incapaz de remediar su llanto.
La mujer quería al conejito, pero se sentía un barco náufrago en el océano, con decenas de anclas que la ataban al mismo punto del azul y le impedían navegar. Seguía hablando, se adentraba en los recuerdos. El conejito acariciaba sus piernas, la observaba. Ella hablaba más, recordaba los momentos que juntos habían vivido. Había recuerdos cálidos, melifluos, y recuerdos ardientes como llagas. Cada recuerdo de esos que quemaban era un ancla.
Entonces reprochó al conejito haber vuelto. Y él con sus dos patitas dobló y apretó sus orejas, acto propio y quizá aprendido de un hombre que no quiere escuchar. La mujer se puso de pie, poco importaba que él reposara sobre sus piernas. Ella era un barco, había muchas anclas recuerdo que la hacían prisionera. Cómo navegaría con el conejito, cómo intentaría navegar esta vez con él si tantos recuerdos lo impidedían. Si se encontraba atada. Un instante desapareció de la sala. Regresó después de la cocina con algo en manos. El conejito temblaba en el sillón, se tapaba las orejas. Negaba moviendo hacia los lados la cabeza orejona. Entonces la mujer lo agujeró con el metal. Las heridas decían algo, era una herida por ancla. El conejito se resistía y tomaba entre sus patas el frío metal, incapaz de detenerlo. La mujer clavó más veces en su cuerpo blando, cuidando no atestar golpes donde había cicatrices de agujeros anteriores. Hubo un momento en que la longitud entera del metal atravesó el cuerpo del conejito, horadó sus orejas y se enterró en su lomo.
Después de agujerarlo, la mujer contuvo la respiración y el castigo. Estaba desnuda, se sentía vulnerable al frío. Observó al conejito agujerado, que en cierta forma yacía desnudo también, si acaso más vulnerable que ella. Soltó el metal y fue a dormir.
El conejito cayó del sillón y se arrastró hasta la puerta de nogal. Mientras se arrastraba, volvía la mirada esperanzado. Antes de cruzar el umbral que separaba el calor del hogar y la luz cálida del fuego de las sombras y la lluvia de afuera, tuvo una última esperanza y volteó una última vez que duró más tiempo. Pero la mujer no volvió a por él. Ella era un barco náufrago dormido.
Sin poder caminar o saltar, el conejito bajó las escaleras de los tantos pisos. La lluvia salpicaba los peldaños, empapaba su pelaje de mamífero hasta hacerlo pesado. El conejito salió del edificio y lo recibió una cortina de agua que renovaba su estructura de gotas infinitamente. Continuó su camino por calles estrechas. Los torrentes de agua implacables que cubrían el pavimento de las calles se apoderaban de su cuerpo hueco. El agua entraba por sus agujeros dificultando su reptar. Y aunque la marea lo sumergía hasta apenas sobresalir sus orejas, siguió su camino. De pronto las llantas de un automóvil furioso inesperado lo lanzaron y se estrelló contra una elevación, una banqueta que logró trepar en cuatro intentos. Reconoció que había llegado a su destino. Buscó el agujero que antes había cavado en el vértice que unía la pared de la fábrica colosal de conejitos con la banqueta. Era el agujero consagrado a permitirle esperanzas. Entró en él y penetró en la tierra. El túnel subterráneo lo llevó de vuelta a la fábrica donde coserían sus agujeros. Alguien lo reconocería la mañana siguiente, al iniciar las labores. Alguien recojería al conejito blanco que aparecía misteriosamente y tal vez pasaba la noche fuera de la fábrica en espera de ser remendado. En conjunto los trabajadores de la fábrica arreglarían sus desperfectos, le conseguirían una nueva caja blanca con moño rojo. Alguien, que quizá ya lo habría curado inmemorables veces antes, recordaría su hogar de procedencia y lo regresaría una vez más cargando como cargaban los mensajeros a los conejitos nuevos. De todos los conejitos fabricados, éste era el más conocido. El único que volvía destrozado para ser tratado y reenviado a casa. Qué misterioso el conejito agujerado.Noches después, se escuchó de nuevo la llamada temerosa en la puerta de nogal. La mujer se liberó de su zozobra, salió de su ensimismamiento, sonrió. Era el conejito remendado. Su patita golpeó con más timidez que antes, apenas dos golpes suaves que el silencio exageró, cerró la tapa de la caja y fingió estar dormido dentro de ella.