La historia de Xerath

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Xerath

Aquel era el momento.

El momento que tan caro le había costado, que le había llevado una vida de planificación. Un imperio corrupto y su arrogante príncipe serían abatidos bajo el absurdo símbolo solar en el que tanto confiaban. La llave de la inmortalidad, guardada y otorgada con máximo celo, sería solo para él, y pensaba robarla delante de todo el mundo. Sería un momento de perfecta venganza que liberaría al fin al esclavo conocido como Xerath.

Aunque el yelmo de su amo no revelaba expresión humana alguna y sabía que el metal primorosamente grabado no le respondería, Xerath sonrió con genuina alegría a aquel impasible rostro de halcón. Una vida de servidumbre, primero para un emperador loco y ahora para uno fatuo, incontables manipulaciones por y contra el trono, la búsqueda casi fatal de conocimientos olvidados que por poco lo habían consumido, todo esto lo había conducido hasta aquella grotesca mascarada de la Ascensión.

La palabra misma, pronunciada en alto, suponía una ofensa: ascenderemos mientras vosotros, encadenados a la piedra rota, aguardáis a que las arenas del tiempo os devoren a todos. No. Ya no, nunca jamás. Los señores dorados, los elegidos, ya no serán llevados al abrazo del sol para convertirse en dioses. Y un esclavo logrará esto: un simple esclavo, un muchacho que un día tuvo la desgracia de salvar de las arenas a un niño noble.

Por este pecado, Xerath había sido castigado con una horrible y enloquecedora promesa: la de la libertad. Inalcanzable. Prohibida. Pues si la idea de la liberación pasaba siquiera por la cabeza de un esclavo, el castigo era la muerte, y los Ascendidos podían ver más allá de la carne y el hueso, hasta la misma alma, y contemplar allí el pálido brillo de la traición. Y sin embargo, ahí estaba la palabra prohibida, pronunciada por aquel joven príncipe al que había salvado del abrazo mercurial del desierto. Azir, el Sol Dorado, había jurado que liberaría a su salvador y nuevo amigo.

Una promesa que hasta hoy no había cumplido. Palabras de un niño agradecido, ajeno en su inocencia al impacto que tendrían. ¿Cómo iba Azir a desmentir miles de años de gobierno? ¿Cómo iba a enfrentarse a la tradición, a su padre, a su destino?

Y al final, el joven emperador lo perdería todo por no honrar su palabra.

Xerath fue elevado y educado, y llegó a convertirse en la fiel mano derecha del príncipe... pero nunca en un hombre libre. Aquella promesa incumplida lo devoró a él y consumió también lo que podría haber sido. Al negársele algo tan pequeño y sencillo, el derecho a vivir su propia vida, Xerath decidió tomarlo todo, todo aquello que se le vedaba y que él merecía: el imperio, la Ascensión y la forma más pura y absoluta de la libertad.

A cada paso que daba hacia el grandilocuente Estrado de la Ascensión, situado respetuosamente tras el emperador y flanqueado por los ineptos centinelas que supuestamente protegían Shurima, Xerath se descubría abrumado por una sensación desconocida de ligereza. ¿Era alegría? ¿Tal dicha provocaba la venganza? El impacto fue casi físico.

En aquel mismo momento, la elaborada armadura dorada de su atormentador se detuvo de repente. Y se giró. Y caminó hacia él.

¿Lo sabía? ¿Cómo era posible? ¿Aquel niño consentido y obsesionado consigo mismo? ¿Aquel emperador falsamente virtuoso y benévolo cuyas manos estaban tan manchadas de sangre como las del propio Xerath? Aunque así fuera, nada podía detener ya el golpe mortal que acababa de poner en marcha.

Había previsto todas las contingencias. Había sobornado, matado, confabulado y planificado durante décadas, había engañado incluso a los monstruosos hermanos Nasus y Renekton para que se mantuvieran apartados, pero no había previsto aquello...

El emperador de Shurima, el Sol Dorado, Bienamado del Desierto, pronto Ascendido, se quitó el yelmo para revelar su ceño orgulloso y sus ojos sonrientes y se giró hacia el más antiguo y fiel de sus amigos. Habló del amor de los hermanos, del amor de los amigos, de las luchas ganadas y perdidas, de la familia, del futuro y, al fin... de la libertad.

Ante estas palabras, los guardias que flanqueaban a Xerath avanzaron con las armas desenvainadas.

Así que el príncipe lo sabía. ¿Habían sido frustrados sus planes?

Pero los necios guardias saludaban. No lo amenazaban, sino que lo estaban honrando. Lo estaban felicitando.

Por su libertad.

Su odiado amo lo acababa de liberar. Los había liberado a todos. Nadie en Shurima volvería a portar cadenas. El último acto como humano de Azir fue liberar a su pueblo.

El rugido de las masas congregadas sacudió el imperio y ahogó cualquier respuesta de Xerath. Azir se volvió a poner el yelmo y subió al Estrado, donde sus asistentes lo preparaban para una divinidad que nunca llegaría.

Xerath permaneció a la sombra del monolítico Disco Solar, sabiendo que quedaban meros instantes para que el destino destruyera el imperio.

Demasiado tarde, amigo. Demasiado tarde, hermano. Demasiado tarde para todos nosotros.

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