Capítulo 11

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El entrenador Callahan se detuvo frente a la puerta de la dirección, se quitó la gorra y se alisó los tres pelos que aún le quedaban en su calva y pulida cabeza. 

Otra vez tenía que ir a la madriguera de esa vieja y no se imaginaba por qué. 

El entrenador y la directora no se llevaban bien por razones universalmente desconocidas, siempre diferían en todo, se la pasaban al dale que te pego y él era muy consciente de que la única razón por la cual todavía no lo había despedido era porque a la Dragona alias directora Foutley le daba placer verlo sufrir. 

Entornó los dedos alrededor del picaporte y abrió la puerta componiendo su «mejor» sonrisa de treinta y un dientes amarillentos y uno de plata. 

—¿Me llamaba, profesora Foutley? 

La directora no apartó la mirada de los papeles que estaba firmando. 

—Sí, sí, entrenador Callahan, siéntese —dijo a media voz haciendo un gesto con la mano hacia una silla.

Él inclinó la cabeza y caminó con sus toscos pasos hasta una de las sillas de cuero negro frente al gran escritorio de caoba y esperó un largo momento tamborileando los dedos en su pierna mientras la directora firmaba y firmaba papeles como una autómata. 

Por un momento creyó que se había olvidado de él y estuvo a punto de carraspear cuando la directora levantó sus pálidos ojos haciéndole tragar la saliva con la que rasparía su garganta. 

—Entrenador Callahan —se quitó sus gafas y dobló cuidadosamente las patillas—, como bien sabe, no me complace llamarlo para que consuma mi aire con su flatulento olor a cera para pulirse la cabeza, pero tengo entendido que varios de sus jugadores se lesionaron durante los entrenamientos. 

Callahan puso cara de desamparado. 

—Me temo que sí... 

—¿Cuántos? —la pregunta sonó agresiva, se notaba el mal humor de la directora. 

—Cinco —contestó Callahan en tono contrito. 

—¿Y cuántos tienen que ser en total? 

—Quince. 

—¿Y los repuestos? 

—Dejaron el equipo. 

La profesora Foutley se levantó de su gran silla giratoria con propiedad y las manos enlazadas tras su espalda, caminó hasta el ventanal con vista al patio de Dancey High y soltó un suspiro mientras miraba al exterior. 

—Entrenador —empezó con aire severo—, tanto usted como yo sabemos que el equipo de Dancey High aplasta a todas las escuelas de Londres, una por una... —dijo entre dientes, saboreando las palabras. El entrenador se hundió en su silla—. Hasta que esos desgraciados y estirados de Eton nos aplasten a nosotros en la final —se giró bruscamente y miró a Callahan— y usted —lo apuntó con un dedo huesudo— todavía osa darse el lujo de perder a casi la mitad del equipo —se inclinó sobre el escritorio clavando las manos y sus siguientes palabras fueron masculladas lentamente para que el entrenador las entendiera bien—. Le dejo bien claro que a mí no me importa quién sea el mejor equipo, pero es el último año y si los Escorpiones de Dancey High no ganan, jamás obtendrán una beca deportiva para la universidad, bien sabe Dios que la necesitan porque sus notas no son las más brillantes que digamos, y a usted no le voy a dar el placer de verme atareada con una fila enorme de padres protestantes tras mi puerta —apuntó la puerta—. ¿Y bien? ¿Qué tiene que decir en su defensa? 

Callahan ya se había hartado hace diez minutos desde que entró y no lo soportaba más. 

Se puso de pie arrastrando la silla hacia atrás y alzó la cabeza para encararse con la directora, porque hasta eso: ella era más alta que él (todos en la escuela lo eran). 

Lo que todo gato quiereDonde viven las historias. Descúbrelo ahora