Abrí los ojos. Estaba todo oscuro. Veía sombras y rayos de luz traspasando por un ventanuco con rendijas que formaban rectángulos. Por un momento creí que me habían secuestrado pero me di cuenta que estaba en casa de mi tía. Ella se había ido a Miami por trabajo, y a mi me tocaba quedarme con su hijo hasta que éste consiguiera un buen piso y trabajo. Su hijo tenía diecisiete años, los dieciocho años los cumplía en julio. Era un chico alto, delgado, su color de carne era pálido. Era un chico muy simple. Me gusta la simplicidad.
Encendí la luz. Entrecerré los ojos al instante porque me dolían de tenerlos abiertos en la oscuridad y ver luz de repente. Había un espejo al lado del interruptor de la luz y me miré. Tenía el pelo castaño alborotado y me llegaba hasta los hombros, mis piernas delgadas y largas llevaban puestas un pantalón de pijama corto y rosa pálido. Decidí cambiarme, al ver que eran las diez de la mañana, y pasear a los perros de mi tía. Al girarme, fui directa al armario blanco donde había guardado mi ropa. La habitación estaba pintada de blanco, con un cuadro de la cara de Jesús en una parte de la pared de enfrente de la cama de matrimonio. Al lado de la cama, con sábanas blancas como la nieve, había una cómoda de madera donde se metía ropa interior y pertenencias de los invitados. Yo lo tenía todo en el armario empotrado donde había dejado la maleta a un lado y todo lo demás colgado con perchas marrones. Escogí una camiseta lisa, ancha y gris, unos pantalones cortos negros de deporte y unas deportivas negras y blancas. Me agarré el pelo en una coleta sin apenas peinarlo, cogí el móvil y me salí.
Tras apagar la luz comencé a caminar por el pasillo. Giré a la derecha y llegué a la puerta principal con la cocina a la derecha y el salón a la izquierda. Entré en la cocina, abrí la nevera y cogí un melocotón. Después de lavarlo, me metí una servilleta en el bolsillo de atrás. Pasé por una tabla de mármol con fotos de mi tía en la montaña esparcidas por doquier. Salí, y fui a buscar a los perros.
El jardín era tan grande que no sabía por dónde comenzar a buscar, así que, decidí llamarlos:
-¡Ares, Hermes, Hera! –grité a todo pulmón.
Tenían nombres de los dioses griegos porque a mi primo le entusiasmaba mucho la mitología griega. No voy a negar que a mí tampoco, pero lo mío no era una obsesión como lo suyo. Volví a gritar sus nombres a todo pulmón hasta que escuché sus pisadas rozando las piedras de la parte trasera de la casa.
Tras el muro apareció Hermes, un San Bernardo de cuatro años; Ares, un Dóberman alto y delgado, con cinco años de edad; y, por último, Hera, (una bajita Beagle con siete años recién cumplidos.
Se acercaron a mí con una rapidez increíble; comenzaron a dar botes sin cesar.
-¿Salimos?- les pregunté con una sonrisa de oreja a oreja.
Corrieron hasta la puerta de entrada, pequeña y formada por unos barrotes verdes, del mismo color que los arbustos altos que cerraban la finca de mi tía. Al abrirla, salieron con cautela, todos a mi lado. Caminamos sobre la acera, enfrente de unos bungalós adosados.
A medida que nos acercábamos al parque, los perros comenzaron a ponerse inquietos. Sin pensármelo dos veces, salí corriendo esperando a que me siguieran. Hermes dio un ladrido y, los tres, salieron corriendo tras mis zancadas delicadas y silenciosas.
Ya jadeando, llegamos al parque, donde se hallaban olmos esparcidos sobre la hierba. Me senté sobre ésta, estaba húmeda, supuse que llovió al día anterior; los perros comenzaron a corretear por doquier.
Miré la hora de mi móvil y me levanté, se había hecho tarde. En el momento, divisé a un señor mayor con barba y pelo gris, bien recortados ambos. Se aproximó balanceando los brazos exageradamente; llevaba un pantalón azul y una camiseta hecha jirones. Se quedó a cinco metros de mí y me echó una media sonrisa que, más bien, parecía una mueca.