Capítulo uno.

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EDIMBURGO, ESCOCIA, 1844

He memorizado cada una de sus acusaciones: «Asesina». «Lo hizo ella».
«Estaba agachada sobre el cuerpo de su madre, cubierta de sangre».
Detrás de mí están reunidas varias damas, tan cerca las unas de las otras que sus vestidos se tocan, e inclinan la cabeza mientras murmuran. Una escena común en todos los bailes a los que he asistido desde que abandoné el luto, hace quince días. Sus comentarios todavía me hieren, sin importar la frecuencia con que los oiga.
-He oído que su padre la sorprendió justo después de que pasara.
Tiro bruscamente del dispensador de ponche y se abre un panel en el
lateral del artefacto cilíndrico y dorado. Un brazo metálico se extiende, coge mi taza de porcelana bajo el pitorro y la devuelve a la mesa.
-No puede ser ella la responsable -comenta otra dama. Está lo
bastante lejos para que apenas distinga sus palabras por encima de las demás conversaciones en el concurrido salón de baile-. Mi padre dice que debió de presenciar lo que ocurrió, pero seguro que no piensas...
-Bueno, mi hermano estuvo presente en su puesta de largo y me dijo
que estaba cubierta hasta los codos de... Bueno, no debería continuar.
Demasiado truculento.
-Las autoridades insisten en que fue el ataque de un animal. Lo dice
hasta el marqués de Douglas.
-No puede acusar a su propia hija, ¿o sí? -contesta la primera-.Debería haberla enviado al manicomio. ¿Sabéis que...?
Baja tanto la voz que no puedo oír el resto.
Agarro la tela de mi vestido. Si no fuera por la seda gruesa, me hubiera
clavado las uñas en la piel. Es lo único que puedo hacer para no sacar la
pistola que llevo oculta bajo las enaguas.
«Estás bien -me digo a mí misma-. No estás enfadada. No son más
que un puñado de tontainas por las que no merece la pena alterarse».
Mi cuerpo no escucha.Aprieto con fuerza los dientes y suelto el vestido
para presionar el pulgar contra el pulso acelerado en mi muñeca. Ciento veinte latidos más tarde, sigue sin disminuir el ritmo.
-¿Y bien? -dice una voz a mi lado-. ¿Vas a servirte ponche o te vas
a pasar el resto de la velada mirando fijamente el artilugio?
Mi amiga, la señorita Catherine Stewart, me contempla con una sonrisa tranquilizadora. Como de costumbre, está bellísima con su vestido de seda rosa. Sus rizos rubios -perfectamente colocados- brillan bajo las luces situadas en lo alto mientras se inclina para coger una taza limpia de la mesa y pasármela.
Mi respiración es irregular y audible. ¡Qué rabia me da! Espero que no
se haya dado cuenta.
-Fulminar con la mirada objetos inanimados se ha convertido en mi
nuevo pasatiempo preferido -comento.
Me examina con detenimiento.
-¿Ah, sí? Creía que estabas escuchando el parloteo de la otra punta de la mesa de refrigerio.
El grupo de damas profiere un grito colectivo. Me pregunto qué nueva
transgresión me habrán atribuido; aparte de la obvia, claro.
No, mejor no pensar en ello. En caso contrario, puede que las amenace
con infligirles heridas corporales; quizás hasta saque mi pistola.Y si eso
ocurre, me ingresarán en el manicomio sin dudarlo ni un instante.
Coloco la taza bajo el pitorro y aprieto el botón de la máquina con más
fuerza de la necesaria. Sale vapor por arriba y un chorro de ponche llena mi taza hasta casi el borde. La retiro y doy un sorbo.
¡Demontre! Ni siquiera hay un toque de whisky. Espero que alguien haya
colado una petaca para salvarnos a todos de esta cháchara tediosa. Siempre hay alguien que lo hace.
-¿Ni una réplica ingeniosa? -pregunta Catherine chasqueando la
lengua-. Debes de estar enferma.

Miro a las chismosas. Tres jóvenes ataviadas con unos vestidos blancos
casi idénticos, decorados con lazos de colores y adornos floreados. No
conozco a ninguna. La que susurraba lleva el pelo oscuro retirado de la
cara y un único tirabuzón le descansa en un hombro.
Sus ojos se encuentran con los míos. Aparta la mirada y cuchichea con
sus compañeras, que me observan un instante antes de darse la vuelta. El
tiempo suficiente para que yo advierta la angustia reflejada en sus rostros y una expresión de malicia.
-Míralas -digo-. ¿No dirías que están a punto de atacarme?
Catherine sigue mi mirada.
-Si los ojos no me engañan, no dudes de que ya han sacado las garras.
Por casualidad, ¿no habrás oído lo que ha dicho?
Espiro un poco más alto de lo necesario e intento calmarme. Hay un lugar para la cólera en mi interior, un hueco que he cavado para enterrarla
profundamente. Ese control diario me permite fingir un comportamiento
agradable y una sonrisa incandescente, que se completa con una risa alegre y forzada, dándole un toque insulso, hasta estúpido. Nunca puedo dejar que salga mi auténtico yo. Si lo mostrase, todos se darían cuenta de que soy na mujer mucho peor de lo que imaginan.
Con todo el aplomo del que soy capaz, bebo más ponche.
-Que soy la elegancia personificada -respondo con sarcasmo-. Sabes
muy bien lo que ha dicho.
-Estupendo. -Catherine se alisa la parte delantera del vestido-.Voy
para allá a defender tu honor. Espera mi triunfante regreso.
Le corto el paso y digo sin rodeos:
-No. Preferiría que no lo hicieras.
Durante mi año de luto, por lo visto he olvidado el arte del insulto
educado. La antigua Aileana Kameron se habría acercado al grupo de
damas y hubiera dicho algo afable e hiriente. Ahora mi primer impulso es
coger una de las dos armas que llevo conmigo. Tal vez el sólido peso de la
hoja en la mano me consuele.
-No seas tonta -dice Catherine-. Además, nunca me ha gustado la
señorita Stanley. Una vez me metió el pelo en un tintero durante la clase de
francés.
-Hace tres años que no estudias francés. ¡Cielo santo, sí que le guardas
rencor!
-Cuatro. La opinión que tengo de ella no ha mejorado con el tiempo.
Intenta rodearme, pero soy demasiado rápida. Con las prisas, choco con la mesa de refrigerio. Las tazas de porcelana tintinean y unos cuantos platillos se tambalean junto al borde de la mesa. El grupo de damas toma nota y murmura aún más.
-¡Por el amor de Dios! -Catherine se detiene-. ¿De verdad vas a quedarte aquí bebiendo ponche mientras esa bruja te acusa falsamente de...?
-Catherine.-Me fulmina con la mirada.-Como tú no digas nada, lo haré yo.
Ninguna de ellas, incluida Catherine, se da cuenta de que el rumor no es erróneo, solo omite ciertos detalles. He matado ciento cincuenta y ocho veces en doce meses. La suma aumenta casi todas las noches.
-¿Y qué quieres que haga la próxima vez? -pregunto-. ¿Que me enfrente a cualquiera que diga lo mismo?
Se sorbe la nariz.
-Es el típico chismorreo absurdo que pronto pasa de moda, pero la gente como la señorita Stanley se niega a dejar el tema porque no tiene nada más de que hablar. Lo cierto es que nadie se cree ese horrible rumor.
Me aparto de la mesa. El salón de los Hepburn está atestado de grupos de personas que disfrutan de un refrigerio antes de que comience la siguiente ronda de bailes.
Una araña de cristal cuelga en el centro de la sala, dotada recientemente de electricidad desde la última vez que estuve aquí. Unos faroles flotan debajo del techo, cada uno cubierto de un cristal decorado con su propio diseño y ornamento. Sus mecanismos internos zumban mientras se ciernen sobre la multitud. Las sombras del vidrio tintado acompañan al papel floreado de las paredes.
Mientras estudio los grupos de personas vestidas con ropas elegantes, hechas a medida, más de una cabeza se gira en mi dirección. Las miradas son intensas, críticas. Me pregunto si los que estuvieron en mi debut me verán siempre como aquella noche, una joven empapada en sangre que no podía hablar, llorar ni gritar.
Llevé la desgracia a sus vidas ordenadas y organizadas, y el misterio de la muerte de mi madre no se llegó a resolver. Al fin y al cabo, ¿qué clase de animal mata de forma tan metódica como el que acabó con su vida?
¿Qué hija se sienta junto al cadáver de su madre y no derrama ni una sola lágrima?
Nunca le he contado ni una palabra a nadie sobre lo que sucedió aquella noche. Nunca he exteriorizado mi dolor, ni siquiera en el funeral de mi madre. Simplemente no reaccioné como debería haberlo hecho una chica inocente.
-Vamos -murmuro-. Siempre se te ha dado fatal mentir.
Catherine mira con el entrecejo fruncido a la señorita Stanley.
-Son odiosas porque no te conocen.
Parece estar tan segura de mí, de que soy inocente y buena... Catherine sí me conocía. Sabía cómo era yo en el pasado.Ahora tan solo existe un individuo que de verdad me comprende, que ha visto la parte destructiva que oculto, porque él fue el que ayudó a crearla.
-Hasta tu madre sospecha que estuve involucrada de algún modo, y me conoce desde que era niña.
Catherine esboza una sonrisa cómplice.
-No has hecho mucho por mejorar la opinión que ella tiene de ti al desaparecer de todas las reuniones a las que nos ha acompañado.
-Tengo jaquecas -contesto.
-Fue una buena mentira la primera vez, pero sospechosa la séptima.
Será mejor que pruebes una dolencia distinta.
Deja su taza vacía. Inmediatamente el brazo del dispensador la coge y la coloca en el transportador que lleva los platos sucios a la cocina.
-No estoy mintiendo -insisto-. El dolor de cabeza que estoy
sintiendo ahora mismo en mis sienes lo ha causado la señorita Stanley.
Catherine pone los ojos en blanco.
La orquesta al fondo del salón ensaya unos cuantos acordes con los violines. La danza del strathspey está a punto de empezar y el carnet de baile que cuelga de mi muñeca está sorprendentemente lleno. Los aristócratas no son más que unos hipócritas. Se han inventado un crimen y me han condenado por él, aunque nuestras relaciones continúan sin
interrumpirse. Mi dote es un gancho que muchos caballeros no ignoran.
El resultado: ni un solo hueco para un baile, y horas de estúpida
conversación. Al menos disfruto bailando.
-Tu lord Hamilton está alejándose de sus compañeros -Catherine observa.
Lord Hamilton rodea a un grupo de damas junto a las mesas de
refrigerio. Es un hombre bajo y robusto, que me lleva unos veinte años, tiene entradas y cierta inclinación por las corbatas de diseños fuera de lo común. También tiene la desdichada costumbre de darme unas palmaditas en la muñeca, con la intención, supongo, de confortarme, pero me hace
sentir como si tuviera doce años.
-No es mi lord Hamilton -digo-. ¡Cielo santo, es lo bastante mayor como para ser mi padre! -Me inclino y susurro-:Y como vuelva a darme palmaditas en la muñeca, te aseguro que gritaré.
Catherine deja escapar un resoplido impropio de una dama.
-Has sido tú la que ha aceptado bailar con él.
Le lanzó una mirada fulminante.
-No soy tan grosera. No rechazaré un baile a menos que otra persona lo haya solicitado.
Lord Hamilton se detiene delante de nosotras. La corbata de hoy tiene tintes malva, verde y azul que forman un extraño diseño sobre la seda.
Como siempre, el caballero sonríe cortésmente.
-Buenas noches, lady Aileana -dice y saluda a Catherine con un gesto de la cabeza-. Señorita Stewart, confío en que esté bien.
-Así es, lord Hamilton -responde-. Y permítame el comentario de que esa corbata es... asombrosa.
Lord Hamilton baja la mirada, ingenuo, como si alguien hubiera alabado su mayor logro.
-Vaya, gracias. Los colores forman el contorno de un unicornio.Verá, es parte del emblema de los Hamilton.
Parpadeo. En todo caso parece algún tipo de criatura marina.
Catherine, sin embargo, se limita a asentir.
-Maravilloso. Creo que le queda muy bien.
Permanezco en silencio.Tengo tal falta de práctica con las sutilezas sociales que temo acabar diciéndole que las salpicaduras malvas parecen
tentáculos. La orquesta toca unos cuantos acordes más mientras las parejas se trasladan al centro de la sala y toman posiciones para el baile.
Lord Hamilton extiende una mano enguantada.
-¿Me concede este baile?
Pongo los dedos en su palma y -¡diablos! - me da unos golpecitos en la muñeca. Oigo con claridad la risita reprimida de Catherine mientras la aleja un pretendiente. La fulmino con la mirada por encima del hombro al tiempo que lord Hamilton y yo caminamos hacia la fila del baile.

Me deja al final y se coloca enfrente de mí.
Pero justo cuando la orquesta comienza a tocar, un extraño sabor me recorre la lengua desde la punta hacia atrás. Como una mezcla volátil de azufre y amoníaco, caliente, que, al bajar, me abrasa la garganta. Una horrible palabrota casi se me escapa de los labios. Aquí hay un hada.

La última cazadoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora