La chica de azul

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Los dedos azules iban delineando suavemente el contorno del corazón que llevaba tatuado a un lado del pecho. Una fina película de color se iba mezclando con el de mi piel, que parecía más oscuro bajo la luz tenue de esta habitación de motel. Por un momento me permití pensar en la cantidad de tiempo que estaría la cama, o la ducha, sin ser usada; pero el pensamiento se diluyó en medio de las sensaciones que me provocaba su lengua traviesa, enredándose con la mía. La vi sonreír, y otra vez sus ojos se rasgaban con coquetería en medio del gesto. La apreté con todo mi cuerpo y la aseguré contra las baldosas sicodélicas de este baño de los setenta. Su boca se abrió en una sonrisa amplia, contagiosa y sensual. Cerró los ojos, enseñándome los parpados pintados de azul. Sentía deseos de lamerla, besarla y saborearla, para descubrir bajo ese azul, el sabor de su piel. Ella, Missy, volvió a reír, como si me leyera el pensamiento. Sentí su mano perdida entre mis piernas, comprobando mi excitación. Reí con ella, envuelto en una nube de travesura y ligereza. Nada importaba, nada pesaba. Habíamos tenido un gran día de trabajo y este momento a solas, con las voces del resto del equipo escuchándose como un murmullo lejano, nos invitaba al encuentro furtivo; al tipo de encuentro que nadie conocerá.

No estaba muy seguro de cómo comenzó. Quizás fue en medio de aquella pequeña lección que me dio, arrodillada en el porche del lugar. No le importó echarse al suelo junto a mí para enseñarme algo por lo que no le habíamos pagado. No le importó repetir el gesto para que yo lo captara y no pareció importarle que me riera por las cosquillas que me hizo al acomodar mi posición. Luego, en medio de la grabación, su voz me indicaba los movimientos, me alentaba a ellos como si entendiera cualquier temor que yo pudiese tener. Química, le llaman. Química, le llamaré yo.

Luego nos unió un cigarrillo en medio de la oscuridad. El sol había muerto en el horizonte hacía algunas horas y el desierto parecía más cautivador.

—¿Tienes uno para mí? —me preguntó, pegándose a mi lado.

—No, es el último —le indique, con el paquete arrugado en la mano—. Mi hermano tendrá —hice un gesto al aire, mostrando la posición de Tom.

—Es igual, no importa —sonrió, ajustándose un poco la chaqueta que llevaba por encima.

—Lo podemos compartir, si eso no te molesta —le ofrecí.

Volvió a sonreír, tomó el cigarrillo y se lo llevo a la boca, su llama se inflamó del mismo modo que lo hizo mi deseo. Un par de miradas de reojo y dos sonrisas, bastaron para que tirara los restos al suelo y la siguiera por entre las sombras que creaban las salientes de los techos y el corto espacio entre un edificio y otro. Atrás, entre los coches viejos que eran parte de la decoración del lugar, se quedaba mi hermano y el resto de personas que habían participado de la grabación y que no habían partido cuando aún era de día. Al llegar a una esquina, Missy se inclinó suavemente para asegurarse de que no encontraríamos miradas indiscretas, luego me hizo un guiño y volvió a sonreír con su expresión fresca, jovial, casi imprudente. Se perdió en medio de la oscuridad y la seguí porque no podía hacer otra cosa, había algo cautivante en el modo en que me miraba.

Se detuvo en la parte trasera de un edificio. Reposó la espalda contra la pared de madera y se quedó en silencio, esperando por mí. A un costado teníamos la gasolinera, a mi espalda el desierto. Me acerqué y le enlacé los dedos, acariciando el interior de sus palmas con los pulgares. Su boca se abrió en un gesto de entrega y yo me apoderé de ella. La besé y la saboreé con calma. Sabía a chicle de fresa, a día de playa, a flores blancas. Pegué mi pecho al suyo, mientras elevaba sus brazos lentamente hasta ponerlos por encima de su cabeza. Le sostuve ambas muñecas con una sola mano y con la otra busque su pierna bajo la falda para anclármela a la cadera. A lo lejos se escuchó un coyote dando cuenta de la soledad que nos envolvía. Su beso fue intenso, exigente. Todo su cuerpo se movía contra el mío creando una onda desde la pelvis hasta el pecho. Suspiré contra su boca cuando me sentí tan excitado que me dolía. Le solté las manos y le acaricié el pecho. Ella respondió con un gimoteo que fue a dar sobre mi clavícula. El jadeo se convirtió en beso y el beso en una caricia húmeda de su lengua. Mantuve los ojos cerrados, sintiendo.

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